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El proceso judicial, político y mediático recorrido en el caso de Andrés Felipe Arias, ministro de Agricultura durante el gobierno de Álvaro Uribe, derivado de las investigaciones y posteriores condenas por el programa Agro Ingreso Seguro, ha ocupado enorme espacio e interés en la última década. Y lo seguirá haciendo, atendida la decisión tomada por la Corte Constitucional el pasado jueves.
La justicia y los organismos de control, todos, consideraron que el exministro tenía responsabilidades legales en las irregularidades del otorgamiento de subsidios de aquel programa de fomento al agro. La Contraloría determinó responsabilidad fiscal, la Procuraduría (en época de Alejandro Ordóñez) responsabilidad disciplinaria, que ameritó destitución ex post facto del cargo e inhabilidad para ocupar puestos públicos; y los fiscales delegados ante la Corte Suprema lo investigaron y acusaron por tres delitos. Finalmente la Corte Suprema, según las normas vigentes, lo juzgó y condenó en única instancia. La pena fue de 17 años de prisión, que hoy cumple en una unidad militar de Bogotá.
Paralelamente a todos esos procesos, surtidos de mejor o peor manera según se mire, Arias Leiva se vio sometido a juicios simultáneos, políticos y mediáticos, donde la base para acusar y condenar no atendía tanto a la verdad probatoria ni a los hechos documentados sino a las cuentas de cobro políticas o personales que querían hacerse valer en cabeza suya pero dirigidas a quien entonces era su jefe. Se vio también ahí el denigrante espectáculo de una inquina visceral que exigía el máximo rigor de la justicia mientras que, a la vez, no se pedía en ningún momento contra responsables de delitos atroces de sangre, que en la misma época se abrían paso a amnistía e indultos.
No fue afortunada tampoco la defensa que de Arias hicieron sus aliados políticos. Insistir machaconamente en que era objeto de exclusiva persecución política y que su condena era injusta porque “no se robó un solo peso”, como si robar recursos fuera el único delito merecedor de condena penal, y luego el impulso de una ley con nombre propio (la llamaron “ley Arias”, que no ha sido aprobada), no ayudaron precisamente al exministro. Como no ayudó, ni mucho menos, su huida a Estados Unidos y el constituirse prófugo de la justicia, para terminar luego extraditado.
Le fue mejor agotando los canales de defensa procesal que legítimamente podía usar. Tan absurdo como una condena desproporcionada penalmente es atacar a una persona por agotar todas sus posibilidades de defensa. Arias podía usarlas y debía hacerlo, en cuanto a que hay normas internacionales, vinculantes para Colombia, que le posibilitaban pedir una revisión de su condena de única instancia.
La Corte Constitucional decidió tutelarle su derecho al debido proceso. Si bien aclara que no será una segunda instancia, sino la posibilidad de impugnarla para que otros magistrados que no hayan tenido injerencia en esa condena la revisen con toda objetividad y libres de prejuicios. La Corte Constitucional ni anuló la condena de la Corte Suprema, ni la descalificó, ni objetó las pruebas ni dijo que fuera irregular o contraria a derecho. Lo que dice es que debe asegurarse el principio de “doble conformidad”: para que quede en firme la condena penal, otro juez debe decir que está ajustada a la ley.
Arias tendrá, pues, una garantía adicional. No por ser quien es, sino por ser ciudadano sujeto a unas normas que deben aplicarse sin sesgos ni discriminaciones por razones políticas. No está absuelto y no hay seguridad de que vaya a serlo. La decisión que tome la Corte Suprema, finalmente, deberá ser acatada.