La delegación de la ONU en Colombia, el Gobierno Nacional y las Farc aseguraron ayer al país que todas las armas en poder de ese grupo guerrillero fueron entregadas a los inspectores de la organización internacional. Solo quedan unas 700 para “la seguridad de los campamentos de las Farc, hasta el primero de agosto”, según palabras de Jean Arnault, jefe de la delegación de la ONU.
En Mesetas, departamento del Meta, el diplomático expresó que ambas partes, Gobierno y Farc, han cumplido el cese bilateral del fuego. El presidente Juan Manuel Santos afirmó que la paz en Colombia es real e irreversible. Y Rodrigo Londoño, “Timochenko”, reivindicó una y otra vez el cumplimiento de sus compromisos, a la vez que elevó un persistente reclamo por lo que considera incumplimientos acumulados del Estado frente a lo acordado en La Habana.
La puesta a disposición de la ONU de 7.132 armas de las Farc es un hecho muy importante. Realmente histórico, a riesgo de incurrir en el tópico. Es la decisión efectiva de una gran parte de la guerrilla de desistir de los crímenes como forma de lograr objetivos también casi siempre ligados a la criminalidad, y solo residualmente políticos.
No debe desestimarse, por tanto, este proceso de desarme. Son legítimos los interrogantes sobre el número verdadero de armas, pues las cifras nunca fueron aclaradas, y lo que la ONU certifica es lo que las Farc decidieron entregar. Quedan todavía las caletas. Pero son más de 7.000 armas menos en poder de agentes generadores de violencia a gran escala contra la población civil y contra las Fuerzas Armadas.
El presidente Santos se refirió ayer a esas armas como las que se usaban “para atacarnos entre nosotros”. Y añadió que vamos a construir el país “donde no nos matemos más por nuestras ideas”. La sociedad colombiana, a la par que puede celebrar este proceso de desarme, tiene derecho a no ser agrupada en el mismo renglón generalizante como si ella, como un bando combatiente, hubiese fomentado la violencia de todos contra todos.
Aquí, precisamente, a partir de ahora sin esa presencia de tantas armas, comienzan a jugar su papel la Verdad y la Justicia. Habrá intentos poderosos y, por lo que se ve hasta ahora, eficaces, para una reescritura de la historia, con pretensiones de justificación y absoluciones a una forma de ejercer violencia. La voz de las víctimas, millones de víctimas, será definitiva y esencial para que no se tergiverse lo que padeció este país y su población durante más de cinco décadas. Los colombianos podrán exigir el derecho a la paz, y en paralelo ejercer el derecho a la memoria.
Las Farc pasan ahora a ser un movimiento político legal, sin armas, con expresa renuncia a la violencia y a la desconexión con los crímenes. El Gobierno, agrupando los poderes estatales que le competen, habrá de dar cumplimiento a lo pactado, proteger la vida de los desmovilizados y permitirles el ejercicio de la política, mientras la justicia especial cumple el papel que le fue asignado.
Al registrar el hecho sin duda positivo y esperanzador para el país de este desarme, es de elemental justicia dirigir un recuerdo emocionado a los millones de víctimas, a los soldados mutilados, a las familias de los policías y miembros de las fuerzas militares muertos, heridos, de quienes pocos quieren acordarse. Honor a su memoria y a su inconmensurable sacrificio.