Tan inhóspito como el antiguo Viejo Oeste, repleto de bandidos y tribus salvajes, es este nuevo Viejo Oeste, al que no le cabe un aviso de desahucio o una valla de quiebra más, que nos muestra en Sin nada que perder el director británico David Mackenzie, con la ayuda del estupendo guion de Taylor Sheridan. Puede que ya no roben ganado a mano armada pero los poderosos les siguen quitando su tierra a los más débiles, como ha ocurrido siempre. Lo saben Toby Howard, el personaje que encarna con bastante aplomo Chris Pine y su hermano Tanner, el enérgico Ben Foster, en otro más de sus buenos trabajos. Lo saben pero no van a dejar que pase y para eso han ideado un plan astuto, que involucra pequeños asaltos a bancos con el mínimo uso de la violencia y ninguna víctima, si todo sale bien. Pero esto es un western y ya sabemos que en los western casi nada sale bien.
El guion que firma Sheridan no tiene una sola concesión a lo políticamente correcto. Su sheriff, que aquí es un ranger de Texas de voz profunda y pastosa y a punto de jubilarse, construido con todos los trucos de viejo zorro con los que cuenta Jeff Bridges, se pasa la película burlándose de los orígenes raciales de su ayudante, Alberto, mitad mexicano, mitad comanche. Tanner, el hermano más violento, es cruel y sanguinario, pero a diferencia de los malos de las malas películas, es mucho más complejo y tiene más aristas de lo que podríamos imaginar. Los padres les ofrecen cerveza a sus hijos, a las mujeres les gustan más los tipos peligrosos y las meseras se niegan a devolver las propinas, aunque se los pidan representantes del Estado. Lo que hace que los western, cuando están bien pensados, se sientan tan cercanos a todos, es la economía de elementos con la que son capaces de expresar los conflictos más profundos de la sociedad. Sheridan no pretende presentarnos una simplista lucha entre buenos y malos. Lo que veremos es a unos tipos en lados distintos de la ley, que comparten un profundo sentido del deber (con la paternidad y la familia, por un lado, con la ética de su trabajo por el otro) y que están tratando de sobrevivir sin traicionarse a sí mismos. Más o menos lo que cualquier hombre honrado tiene que hacer todos los días, en este pueblo olvidado de Dios que es el mundo. Por eso en uno de los mejores diálogos de la película, Tanner tiene un encontronazo con un indígena en un casino, que le dice: “Soy comanche. ¿Sabes qué significa esa palabra? Enemigo de todos”. A lo que Tanner le contesta sin titubear: “¿Sabes en qué me convierte eso? En un comanche”.
Comanchería era el título original de esta película. El estudio lo impidió por considerarlo problemático y dejó uno menos potente pero igual de sugerente: Hell or highwater, que viene a significar en un contrato escrito en inglés algo como: “Se cumplirá sin importar lo que haya que hacer”. Eso hacen los hombres de esta película: cumplirse a sí mismos. Hacer lo necesario para poder mirar a cualquiera a los ojos sin pestañear.