En este año Shakespeare, grupo que se respete ha de montar alguna de sus obras.
Dentro del amplio repertorio de esta agrupación que celebra algo más de cuarenta años en escena, hay dos obras del Gran Bardo: La Tempestad y Macbeth, ambas llevadas a las tablas en su momento bajo la conducción de Rodrigo Saldarriaga, el desaparecido director a quien ahora rinden homenaje en su segundo aniversario.
Este Macbeth en nada se parece a la versión de 1979. Salvo los actores de aquella puesta, Eduardo Cárdenas, Héctor Franco y Ramiro Rojo, el elenco es en todo diferente, el escenario ídem, el vestuario mucho más contemporáneo y la composición musical del maestro Gustavo Yepes totalmente novedosa. Fanfarrias aparte, la música de esta propuesta está a cargo de un ensamble de vientos con percusión que, aunque tiene pasajes ilustrativos para cambios de escena y anuncios de actos, tiene momentos de gran brillantez a más de expresivos y emotivos en contrapunto, con el suspenso que supone la acción dramática, una suerte de música diegética que marca la narración de las hechiceras del mal, las fatídicas hermanas, las brujas arquetípicas que prefiguran la tragedia.
Esta puesta en escena dirigida por Albeiro Pérez privilegia el oráculo, brinda inusual protagonismo a las sicomágicas adivinas, que van más allá de ser personajes narrativos y pasan a ser determinadoras de los acontecimientos. Más que pregoneras del drama, son las propiciadoras de cada paso en falso de Macbeth.
Este punto de vista es decisivo, ya que resta vigor al postulado de ambición preconizado por Lady Macbeth, pues en la obra es la que maneja los hilos del destino y desatino del “héroe”: “tienes ambición, pero careces de agallas para precipitar el desenlace”, -dice-. Y es justamente ella quien mueve al crimen.
No es la culpa, como en otras tragedias, la que devela los ardides de los personajes, sino la fragilidad de la condición humana; la propia ambición que se muerde la cola sin freno.
Un crimen lava otro crimen, como en el ascenso al trono de Ricardo III, con diferencia de procedimiento, pues aquí la villana es la Lady y no Macbeth, quien se sirve de su esposo para alcanzar el poder, regicidio de por medio, sin más miramientos ni consideración que su desmedida ambición.
¿Quién dijo miedo? La suerte está echada. Ya la triada de hechiceras (Manuela Muñoz, Catalina Murillo y Jeannete Parada) han tirado las suertes. Hécate parece regir los destinos de los personajes y la ambientación con tenue luz y efectos de humo, brindan el tenebrismo que la escena precisa. Efímera gloria de la que no se goza ni un instante, pues el desasosiego no dará tregua.
Un elenco desigual, de disímil experiencia, en los que el tono grandilocuente y el gesto ampuloso desdibujan la verosimilitud e intimidad de la acción dramática: Lady Macbeth, interpretada por Omaira Rodríguez, alcanza un primer momento de sublime expresión, pero en la escena crucial, la del delirio por desprenderse de la sangre que mancha su ser, pierde contundencia por gesto y tono predecibles, secundada por Andrés Moure, su parthner Macbeth, quien inicia con naturalidad su rol, deviene luego en cierta pirotecnia verbal en su intento por alcanzar el verso alejandrino.
El dispositivo escénico está acorde con los planos narrativos, al optar por entradas y salidas de los personajes desde y hacia el público con un espejo de agua en la frontera de la cuarta pared a más de vincular al público en el drama le imprime ritmo a los cambios de escena.
El uso acertado de máscaras a contrapelo y el acompasado de una coreografía para dar la ilusión de avance del bosque de Birnam, que asedia a Macbeth en la escena final, contrasta con el “toque” de actualidad que se quiere dar con el uso de motosierra para los crímenes de Banquo y la familia de Macduff que genera hilaridad en la audiencia, un desacierto a todas luces.
Una puesta en escena limpia, con el uso de todos los recursos técnicos de que dispone la sala, incluidas escaleras de incendio, puertas de emergencia, ventanas y trapecios, además de la tarima que sirve de mesa para el banquete de la derrota y las rampas por la que se desliza el sino trágico.
Tanta sangre no se alcanzaría a limpiar ni con toda el agua de los mares, así, de ese tamaño, es el asenso y la caída de Macbeth y su Lady.