Confundimos tema con tratamiento. Suele ocurrir que cuando una película habla de un asunto importante, pensamos, casi por defecto, que ella también lo es. Por eso nadie se atreve a decir que una película sobre la Segunda Guerra es mala: porque nuestra razón se niega a aceptar que un episodio histórico trascendental pueda ser tratado con ligereza. “La verdad oculta”, la última cinta protagonizada por Will Smith que llega a nuestras salas, es un buen ejemplo de ello. Aunque el tema que desarrolla es interesante, porque delata los pecados de la NFL, la casi omnipotente Liga de Futbol Americano estadounidense, la narración es tan tímida y el guión es tan soso, que la denuncia que viene implícita en la historia, la indignación que debería producirnos, se diluye en una especie de pantano espeso, hecho de tedio, del que tenemos que huir en cuanto aparecen los créditos finales, si no queremos quedarnos pegados para siempre en la butaca.
Peter Landesman, el director, se toma un buen tiempo (tal vez demasiado) para presentarnos a su personaje central, el doctor Bennet Omalu, patólogo nigeriano que ha hecho su vida en Estados Unidos y que se destaca por la pulcritud y seriedad con que realiza su trabajo: hacer autopsias en una especie de Medicina Legal en Pittsburgh. A su mesa llegará Mike Webster (impecable y admirable David Morse), una exestrella del equipo local, a quien hemos visto lidiar con unos episodios de dolor y angustia que en un principio le atribuimos al abuso de alcohol o de drogas. Pero al doctor Omalu no le cuadra que alguien que lo tuvo todo pueda perder la razón sin que haya una causa más profunda. Descubrirá entonces que debido a los constantes golpes en la cabeza que se dan en el deporte más popular de Estados Unidos, una enfermedad degenerativa produce en los cerebros de los jugadores el mismo tipo de proteínas que se asocian con el Alzheimer y que afectan distintas zonas neuronales. Los convierte en bombas de tiempo.
En manos más hábiles una historia como ésta, en la que un inmigrante debe enfrentarse casi solo a una corporación inmensa, habría sido la oportunidad perfecta para hacer una profunda crítica a una sociedad que adora encontrar a la próxima nueva estrella pero se hace la de la vista gorda al descubrir que esas mismas figuras son carne de cañón. Landesman no es Oliver Stone ni Michael Moore y prefiere jugar a lo seguro, filmando un guión que parece asesorado por un abogado para impedir demandas, pues evita siempre decir que las llamadas o las intimidaciones que sufrió el doctor Omalu fueran ordenadas por la NFL. No basta con que Albert Brooks muestre de nuevo que ha envejecido lleno de calidad o que Smith intente, con la mejor buena voluntad, encarnar a un héroe que nunca alza la voz y cuya única explosión emocional en la película es opacada por una música fuera de lugar.
No hay un solo riesgo en “La verdad oculta”. Y como pasa en el fútbol que jugamos en esta parte del continente, el que juega a empatar termina perdiendo.