Nos pasamos a veces de suspicaces. Tanta serie bien escrita de abogados, tantas telenovelas mal escritas de chicas de la mafia y paraísos con requisitos y, sobre todo, tanta corrupción real, nos han enseñado a ver conspiraciones en cualquier lugar y a desconfiar de las historias honestas, contadas con la franqueza del que no tiene nada que esconder. Por esa razón es un bienvenido bálsamo para el alma tener en nuestras pantallas una historia como El olivo, que no aspira a más que a hacernos pensar qué valores ancestrales, qué tradiciones hemos permitido que desaparezcan a cambio de una recompensa efímera. Y eso vale tanto para las casas antiguas que hemos dejado tumbar como si nada, como para los almuerzos familiares conversados, que languidecen mientras los adolescentes buscan pokémones bajo la mesa.
Alma es un volcán en erupción a quien le sale por la boca lo que le nace en el alma. La actuación de Anna Castillo es fascinante, pues a pesar de hacernos entender que Alma es sensible, como cuando está cuidando a su abuelo en casa, nunca dudamos de su fortaleza ni de su resolución. Sabemos que en realidad cree que el abuelo se está muriendo porque sus hijos (su padre entre ellos) permitieron que el olivo milenario en el que jugaban cuando era niña, fuera vendido a un vivero y luego a una corporación internacional. Para ella, ese duelo insuperable es el que lo ha ido silenciando.
Como aliados en su viaje a Düsseldorf, que convierte a El olivo durante una parte de su narración en una película de carretera, Alma tendrá a Rafa, que no entiende cómo una chica tan dulce puede no querer enamorarse de verdad, y a su tío Alcachofa, el otro bastión actoral de esta cinta. Javier Gutiérrez, que a fuerza de talento se está volviendo un rostro popular en el cine español, compone aquí un personaje bueno, al que la vida ha golpeado sin hacer que pierda el sentido del humor y permitiéndole entender que no hay verdades absolutas. El diálogo que tendrá con Alma en el restaurante frente a la playa que perdieron durante la crisis, tal vez la mejor escena de la película, es la muestra de una sabiduría actoral que hay que aplaudir.
Paul Laverty, usual guionista de Ken Loach, escribe esta vez uno de sus guiones más desenfadados. Hay crítica sí, a muchas cosas: a los trabajos mal pagados, a las familias desunidas, a lo incomprensible que es el amor para los jóvenes de hoy, pero van combinadas también con muchas esperanzas: frente a la solidaridad para mitigar los problemas, o frente al idealismo de esos mismos jóvenes de hoy, que puede ser el motor de cambios trascendentales.
Es como si hubiera decidido escribir una película luminosa para tiempos oscuros. Y lo consigue gracias también a la dirección de Icíar Bollaín, que muestra aquí un gran pulso narrativo, capaz de ocultar ciertas inconsistencias, que dejamos pasar porque las fábulas no requieren una estructura perfecta y giros argumentales asombrosos. Sólo necesitan algo que decir y decirlo fuerte y claro.