Cuando uno piensa que no le cabe un elemento cursi visual más a El gran showman aparece una playa con atardecer arrebolado al fondo y beso apasionado en primer plano. Por desgracia para los espectadores, que a esa altura ya están duchos en lidiar con la obviedad, ni el beso provoca la emoción que debería ni señala el fin de la película.
Que una película esté llena de clichés no la hace necesariamente mala. Los buenos directores son capaces de jugar con ellos y combinarlos para crear propuestas que se sienten novedosas o que usan los elementos tradicionales con inteligencia, al servicio de una buena historia o de un estilo.
No es el caso de Michael Gracey, cuya única experiencia previa como director está en el campo de los spots publicitarios. Tal vez por eso El gran showman se siente más como una serie de efectivos comerciales de gaseosas, musicalizados con canciones que mezclan el pop más pegajoso con la balada más lacrimógena, llenos de innecesarias cámaras lentas, que funcionan de forma elemental, con la riqueza narrativa de un eslogan y la profundidad de una piscina infantil.
Y no es que no tuvieran de dónde tomar el material para contar una buena historia. P.T. Barnum, el personaje principal de la película, en realidad existió y ganó reconocimiento al convertir el espectáculo circense en una máquina de hacer dinero y crear influencia, a tal punto que le permitió dedicarse a la política. Pero Jenny Bicks y Bill Condon, los guionistas, prefieren subvalorar a su público y tomar apenas algunas referencias reales (el nombre de los fenómenos que mostraba en su show, la gira de la cantante que organiza por Estados Unidos) mezclándolo todo en una especie de cuento de hadas básico y pueril, que no tiene una sola idea desarrollada con decoro, a tal punto que uno sabe siempre qué ocurrirá en la escena siguiente. Sin un guión del cuál sacar algún diálogo decente que explique sus abruptos cambios de humor o les dé algo de sustento a sus personajes, pareciera que los actores decidieron consumir cantidades abrumadoras de azúcar y actuar todo en un elevado estado emocional, sin matices ni el menor gesto sutil.
Hugh Jackman baila, canta y hace malabares con un sombrero de copa y una chaqueta de terciopelo rojo, logrando que casi tenga gracia su personaje. Pero, al igual que ocurre con los demás, el vestuario grandioso se convierte en un cascarón llamativo que solo consigue resaltar más el vacío de su interior. El desperdicio es de tal magnitud, que la mejor idea de la película, la que hubiera conseguido salvarla en el reinado de lo políticamente correcto que vivimos, la de que los distintos y los raros son dignos de admiración por su misma naturaleza, se diluye en medio de la propuesta casi sin que nos demos cuenta. El público del espectáculo de Barnum pagaba gustoso la boleta porque sabía que adentro vería lo que jamás había imaginado. Si en lugar del show hubieran visto la película inspirada en él, habrían exigido, a voz en grito, la devolución de su dinero.