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Tal vez por una formación religiosa y estética que a veces son la misma, tendemos a conferirle a aquello que es bello todas las cualidades morales e intelectuales que apreciamos. Cuando decimos que alguien tiene “cara de malo” la mayoría de las veces sólo estamos diciendo que es feo. Y al contrario, solemos negarnos a creer que alguien sea egoísta, imbécil o malvado, cuando tiene cuerpo de ángel y rostro de santo. Con Parthenope, el bellísimo personaje principal de la película que lleva su nombre, no sabemos muy bien qué pensar, aunque en este caso sea menos por el misterio de la interpretación de Celeste Dalla Porta, que por las inconsistencias de un guion que Paolo Sorrentino parece haber concebido en una carretera rural sin pavimentar, por los tumbos que da la historia y los varios abismos en los que desembocan sus tramas.
Si su idea era que Parthenope encarnara simbólicamente a Nápoles, dándole el nombre de la sirena suicida sobre cuya tumba se levantaría después la ciudad más poblada del sur de Italia, Sorrentino comete el pecado soberbio de crear escenas cuyo significado sólo entienden él y seguramente unos pocos napolitanos, pero que para el resto del público se convierten en un lenguaje obscuro que no dan ganas de descifrar. ¿Esa carroza traída de Versalles por el Comandante representa acaso a todos los reyes y virreyes que gobernaron la ciudad, en un pasado lujoso, ya extinto? ¿La tragedia que afecta a Parthenope en su juventud habla de una generación que en los sesenta y los setenta se entregó a una muerte autoinducida en el apogeo de las drogas duras? ¿La autoridad ejercida por la Camorra sobre el destino de la ciudad es criticada en esa escena en que una pareja de muchachitos son obligados a tener sexo frente a dos familias mafiosas que se vuelven una a través de ellos? Y no vamos a describir aquí la escena en que Parthenope logra que la sangre seca de San Genaro alcance el milagro de fluir en su recipiente, pero por supuesto que expresa lo que el director y guionista cree que la Iglesia Católica le ha hecho a su ciudad.
Cegado por su propia pretensión de estar a la altura de los elogios de la prensa internacional que lo vive comparando con Fellini, Sorrentino pasa por delante de la única subtrama que cuenta con la gravedad emocional para importarnos, la que nos muestra la entrañable relación entre Parthenope con su profesor de antropología, encarnado con la gracia que le falta a buena parte del reparto (incluyendo al gran Gary Oldman como un John Cheever alcoholizado con el que nadie sabe muy bien qué hacer) por el notable Silvio Orlando.
Llegamos a la belleza que mencionamos en el primer párrafo. Porque la incoherencia y los episodios absurdos y las actuaciones mediocres no impiden que muchos de los planos de Parthenope nos corten la respiración y que Dalla Porta luzca de verdad como una criatura mitológica. Y entonces nos toca maldecir a Sorrentino, por no ser capaz de construir una historia que esté a la altura de sus imágenes. Una sirena sin mar.