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El elefante en la habitación. “Babylon”, de Damien Chazelle

23 de enero de 2023
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samuel castro

Miembro de la Online Film Critics Society
Twitter: @samuelescritor

Tanto “La la land” como “Babylon” comienzan en una carretera. En la primera de las dos películas dirigidas por Damien Chazelle, la calle es una autopista elevada, congestionada por los carros de quienes intentan conseguir una audición en Los Angeles. En la segunda la vía es un camino de arriería en pendiente que lleva a una casa en Bel Air donde se está organizando una fiesta en la que participará el elefante que con gran esfuerzo transporta Manuel, uno de los personajes principales de la historia, y que terminará empapando en mierda al compañero que le ayuda. La semejanza en los escenarios no es casual, porque de nuevo Chazelle quiere contarnos lo que ocurre en esa vía, tan llena de obstáculos hoy como lo estaba en los años veinte, donde ubica temporalmente los caminos que se cruzan en esa Babilonia desmesurada y cruel que ya conocíamos entonces como Hollywood.

¿Un elefante que va para una fiesta? Pero de qué clase de fiesta estamos hablando entonces. De una fiesta descomunal, filmada con una cámara que se desliza entre la gente como si bailara (otro magnífico trabajo de Linus Sandgren) y que conectará los pasos de los tres personajes principales (en realidad son cuatro, pero el cuarto no es una persona, es el cine) en esa noche apocalíptica: Manny Torres, el Manuel del comienzo, un rebuscador inmigrante que terminará por convertirse en productor (que viene siendo un rebuscador con presupuesto); Jack Conrad, la estrella con la que todos quieren todo, que será el impulsador de la carrera de Manny y que no sabe que la llegada del cine sonoro trae su carta de retiro; y Nellie LaRoy, que como ella misma sabe, es una estrella a la que no han descubierto, y que usa esa fiesta para empezar a deslumbrar.

Los caminos de estos tres personajes se cruzan y descruzan durante tres horas en las que Chazelle es capaz de transmitir tanto lo que significa esa frase de la que abusamos, “la magia del cine”, como aquella que usamos menos de lo que deberíamos: “la industria del cine”. Porque si el talento y el esfuerzo de miles a veces logran que una secuencia con un actor borrachín y una cámara prestada parezca un soplo divino, es justamente porque esos miles conforman una cadena de producción despiadada (la película está llena de muertes “en el trabajo”) que desecha al que no le sirve y que no le importa humillar a quien sea necesario para salvar al presupuesto.

Diego Calva, por desgracia, no canta en la misma tonalidad de Brad Pitt (capaz de transmitir sentimientos con su espalda) y Margot Robbie (cuya entrega al personaje de Nellie es apoteósica), y por lo tanto no logra estabilizar un artefacto cinematográfico que, aunque peca por exceso, triunfa en muchas de sus batallas, como en la de decirnos con la hermosa música de Justin Hurwitz, que éste es el mismo lugar en el que cantarán Mia y Sebastian (escuchen las notas que los conectan) o que mientras haya público que entregue su corazón a la pantalla, el cine seguirá siendo ese elefante que no podemos dejar de ver aunque destruya todo a su paso.

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