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El dueño y los vasallos

  • El dueño y los vasallos
31 de mayo de 2022
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El buen patrón, de Fernando León de Aranoa

Es inevitable que en las relaciones laborales haya verticalidad. No importa cuán amables sean las políticas de una empresa o cuánto se estimule el trabajo horizontal y colaborativo, llegado el momento, ineludiblemente habrá un dueño del negocio, así como unos que deben tomar ciertas decisiones sobre otros. En la fábrica de balanzas de esta película siempre se trata de mantener ese equilibrio que propende por la horizontalidad, por pensarse como una familia, pero la naturaleza humana no parece estar hecha para eso, al menos no en ese contexto.

Esta es la nueva película de unos de los mejores directores españoles de los últimos veinticinco años, si no el mejor. Los inicios de su carrera fue una seguidilla de filmes imprescindibles: Familia (1996), Barrio (1998), Los lunes al sol (2002) y Princesas (2005). Luego ha mantenido el nivel y hasta se ha internacionalizado con títulos como Un día perfecto (2015) y Loving Pablo (2017). Su cine es preciso y profundo en los temas que aborda, llevando la reflexión sobre ellos a matices y complejidades que solo con su buen pulso de guionista y sobrio sentido para la puesta en escena se puede lograr.

En El buen patrón por tercera vez deposita en el actor Javier Bardem el peso de su relato. Aquí interpreta a Blanco, el dueño de la fábrica, y resulta completamente convincente su carisma y don de gentes para conducir su empresa. Eso es importante, para que luego su transformación, y lo que el director quiere decir con ella, sea más contundente. Aunque se trata de una falsa transformación, y ese es el gran recurso utilizado por Aranoa. A Blanco no lo transforman las circunstancias, sino que estas hacen visibles su verdadera naturaleza.

El huelguista afuera de la fábrica, el amorío con la pasante y el desmoronamiento de su empleado más cercano son tres situaciones que ponen a prueba ese aplomo que lo caracteriza. El aplomo nunca lo abandona, pero su ética sí empieza a pesar más de un lado, el suyo y el de sus intereses. Las decisiones que toma para solucionar sus problemas pasan de indolentes a mezquinas y hasta criminales.

Pero la virtud de la película no está en que sea una denuncia de la ética de los patrones y corporaciones frente a sus empleados, muy burda sería de ser solo eso. Los matices y complejidades aludidos antes tienen que ver con la naturalidad con que Blanco toma estas decisiones, con su actitud amable y generosa que está tan normalizada en su conducta como su sentido de superioridad ante los demás, superioridad moral, económica y como ser humano. El desbalance se hace evidente de manera sistemática, y es especialmente ilustrado con su relación con el viejo Fortuna, una relación que hace recordar a Los santos inocentes (Camus, 1984), ese clásico del cine español que prolongaba el vasallaje hasta el siglo XX. Guardadas las proporciones, aquí se podría ver una versión más sofisticada y encriptada de eso, aunque ya está bien entrado el siglo siguiente.

En El buen patrón por tercera vez deposita en el actor Javier Bardem el peso de su relato. Aquí interpreta a Blanco, el dueño de la fábrica, y resulta completamente convincente su carisma y don de gentes para conducir su empresa. Eso es importante, para que luego su transformación, y lo que el director quiere decir con ella, sea más contundente. Aunque se trata de una falsa transformación, y ese es el gran recurso utilizado por Aranoa. A Blanco no lo transforman las circunstancias, sino que estas hacen visibles su verdadera naturaleza.

El huelguista afuera de la fábrica, el amorío con la pasante y el desmoronamiento de su empleado más cercano son tres situaciones que ponen a prueba ese aplomo que lo caracteriza. El aplomo nunca lo abandona, pero su ética sí empieza a pesar más de un lado, el suyo y el de sus intereses. Las decisiones que toma para solucionar sus problemas pasan de indolentes a mezquinas y hasta criminales.

Pero la virtud de la película no está en que sea una denuncia de la ética de los patrones y corporaciones frente a sus empleados, muy burda sería de ser solo eso. Los matices y complejidades aludidos antes tienen que ver con la naturalidad con que Blanco toma estas decisiones, con su actitud amable y generosa que está tan normalizada en su conducta como su sentido de superioridad ante los demás, superioridad moral, económica y como ser humano. El desbalance se hace evidente de manera sistemática, y es especialmente ilustrado con su relación con el viejo Fortuna, una relación que hace recordar a Los santos inocentes (Camus, 1984), ese clásico del cine español que prolongaba el vasallaje hasta el siglo XX. Guardadas las proporciones, aquí se podría ver una versión más sofisticada y encriptada de eso, aunque ya está bien entrado el siglo siguiente.

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