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Cuestión de honor: El Cliente, de Asghar Farhadi

13 de enero de 2017
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Ciertas grietas ya no dejan vivir en una construcción. Lo aprenden a las malas, teniendo que huir de su casa porque parece que estuviera siendo atacada por una maquinaria sin rostro, Rana y Emad, un matrimonio iraní de clase media, cultos y educados por lo que deja ver su biblioteca y su colección de películas, que se ven obligados a buscar un lugar dónde quedarse. Lo encuentran gracias a uno de los compañeros del grupo de teatro con el que están montando “La muerte de un viajante” de Arthur Miller (o “La muerte de un vendedor”, si hacemos caso al título original, lo que hace más incomprensible que la traducción del título de la pelicula haya sido “El cliente”) quien los llevará a un apartamento que —lo descubrirán también de la peor manera— era visitado por muchos hombres, debido al tipo de oficio al que se dedicaba la mujer que allí vivía.

Farhadi, quien ya tiene una obra maestra como director y guionista, la magnífica “Una separación”, crea, gracias a la edición ágil, a tiros de cámara que sacan partido de cada muro y cada esquina, y a un uso de la elipsis notable, un ritmo de thriller para secuencias tan comunes como un trasteo o una clase de las que dicta Emad. Eso permite que el avance de la historia se sienta vertiginoso, aunque en realidad no “pase” mucho más que el final abrupto de la tranquilidad en este matrimonio, golpeado por la violencia que se metió a sus vidas sin tocar a la puerta. Desde ese instante hay una pregunta latente, que nos va golpeando poco a poco, como uno de esos boxeadores que machacan al oponente sin noquearlo: ¿de qué sirven la cultura y las buenas costumbres, la sofisticación que nos da la educación, cuando nos enfrentamos a elementos tan primarios como la violencia o la tentación?

Se ve por ahí, en muchos planos, un afiche de una película, “Skammen” de Ingmar Bergman, que también relataba cómo reaccionaba un matrimonio ante una situación de guerra. Eso es lo que viven Rana y Emad, una guerra interna, sin estridencias. Ella ni siquiera quiere bañarse, porque su intimidad ha sido mancillada. Él, como Willy Loman, su personaje en la obra de teatro, no logra darle a ella lo que necesita. Todo irá a peor, porque esa guerra empieza a mancharlos. Él deja de ser el profesor buena gente y ella la mujer simpática que todos admiraban, pues la cultura y la inteligencia no nos eximen de sentir que tenemos deudas de honor, que hay acciones que precisan de un desquite. Sin embargo Farhadi se niega a filmar una historia de venganza, que habría sido más fácil, y se concentra en las complejidades de la vida. No todo es negro y blanco, como creen tantos en Facebook o en Twitter. No somos malos o buenos nada más. Y cuando nos ponemos en los zapatos del otro, que no es ese monstruo que imaginábamos, dejamos de tener tan claras las certezas acerca de cómo deberíamos actuar o qué deberíamos hacer. Descubrimos, horrorizados ante nuestro propio comportamiento, que ciertas grietas en el alma ya no dejan vivir.

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