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samuel castro
Miembro de la Online Film Critics Society
TW: @samuelescritor
Aunque suene a obviedad, el cine es el arte de lo que vemos. Para que creamos que una película se desarrolla en una época determinada, necesitamos que el reparto use los vestidos adecuados, que los lugares se vean de cierta manera y que todo lo que sale en pantalla parezca real. No le hubiéramos creído a Spielberg “Jurassic Park” si sus dinosaurios fueran de papel maché. El teatro, en cambio, juega muchas veces con otras herramientas. Espera más de nosotros como espectadores y nos pide que juremos que esa línea pintada en el telón es las murallas de Verona. Nos obliga a usar nuestra capacidad de abstracción para que al salir de una obra sepamos que esa historia sobre un hombre que le gana jugando cartas a la muerte, era en realidad un elogio al ingenio que nos permite sobrevivir a la adversidad.
Todo esto para recordar que Martin McDonagh, director y guionista de “Los espíritus de la isla”, es, antes que cineasta premiado (ganó el Óscar por su cortometraje “Six shooter” en 2006) un reconocido y talentoso dramaturgo, lo que se nota en todas sus películas. La anécdota inicial, que no intenta ser “natural” o “cotidiana” (ya sean las vallas a las afueras de un pueblo de Missouri, o los sicarios que deben esconderse una semana en Brujas) es sólo el detonante de una serie de situaciones llenas de humor negro creado a partir de la violencia, y de unos diálogos filosos, que nos obligan a adivinar qué hay detrás de lo que nos muestra, qué sentido profundo esconden las imágenes (siempre muy bellas, siempre muy planeadas) con las que resuelve el conflicto. Son obras de teatro disfrazadas de películas.
Su última creación no es la excepción. Creemos que es una historia verosímil porque McDonagh está rodeado de un extraordinario equipo (mencionemos apenas a Ben Davis en la fotografía, a Mark Tildesley en el diseño de producción y a Carter Burwell en la música) y porque cuenta con intérpretes excepcionales (basta decir que todos están nominados al Óscar) como Brendan Gleeson, que encarna a Colm, este hombretón tocado por la sensibilidad (miren las máscaras en su cabaña) que un día decide que no puede perder más el tiempo con tonterías y conversaciones banales y que si va a dejar música para que lo recuerden cuando muera, tiene que decirle a su amigo Pádraic que ya no quiere perder tiempo con su cháchara.
Pero esto es teatro. No esperen que todo se desarrolle como lo haría una serie bucólica de la BBC. La violencia se desatará en esa isla rocosa, como lo augura un personaje robado a Macbeth. Y nosotros tendremos la tarea de descifrar si McDonagh nos habla de la constante lucha del ser humano por trascender a través del arte, a pesar de su levedad inherente, o si nos plantea una metáfora sobre la guerra que pone a pelear a los que hasta ayer fueron amigos, o si nos dice que el amor necesita necesariamente un poco de tontería para existir.
Puede que sea todo al tiempo o nada de eso. Pero la gracia es que McDonagh nos deja decidir a nosotros. Pocos gestos de amistad y respeto son más grandes que ese.