Los 88 millones de seguidores de @realDonaldTrump y los 35 millones de suscriptores en Facebook ya no pueden encontrar sus comentarios, a veces peligrosos y también racistas, en esas plataformas. El presidente ha sido silenciado. El discurso de odio y las falsedades han sido su marca registrada.
Al fin lo callaron, dirán muchos. Pero si uno quiere libertad de expresión, tiene que soportar la libertad de expresión de los demás. Me pone nerviosa que un pequeño grupo de gerentes de empresas pueda decidir cerrar de un portazo las plataformas de comunicación más influyentes del mundo.
Su suspensión definitiva no basta. Los operadores de la plataforma están eludiendo con ello su responsabilidad. Porque aparte de la propaganda de Trump, en sus plataformas se pueden encontrar millones y millones de informes falaces, discursos de odio y repugnante propaganda. Twitter, Facebook y otros deben cumplir con su obligación social, eliminar y, cuando sea necesario, identificar y denunciar los informes falsos.
Que unos pocos jefes de grupos empresarios, que solo son responsables ante sus accionistas y dominan los mercados, utilicen su poder para decidir acerca del discurso social y de la libertad de expresión, no tiene nada que ver con la pluralidad. Necesitamos más regulación y más responsabilidad de los operadores de dichas plataformas digitales