Soy un escritor nacido en la década de los sesenta, y cuando empecé a leer a los escritores latinoamericanos más importantes, Vargas Llosa era uno de los referentes. Esas lecturas fueron de aprendizaje, porque él, además de escribir muy bien, enseña a escribir.
Fueron lecturas jubilosas, entusiastas, que en lo personal quiero mucho. Desde Los jefes y los cachorros hasta la última gran novela de él, a mi juicio, que es La guerra del fin del mundo. El de La casa verde, La Tía Julia y el escribidor y de la tremendísima novela Conversación en la catedral.
Pero hay un Vargas Llosa que no siento tan cercano: de Los cuadernos de don Rigoberto y La Fiesta del Chivo, que no he seguido con tanto entusiasmo. Un autor que envejeció, literariamente hablando, con novelas menos intensas y reveladoras, que muestran a un escritor cansado.
Y hay un Vargas Llosa grata y sanamente polémico, el de los ensayos. El de La verdad de las mentiras, de La utopía arcaica y de sus crónicas. Siempre un escritor que suscita crítica, polémica, reflexión.
Pero es lamentable que en los últimos años se haya convertido en centro del espectáculo. Que concentra flashes y es muy visible, y le encanta recibir premios, incluso poco significativos. Hoy se siente glamuroso y de figuraciones.