La elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos no es realmente una sorpresa y sólo lo es en principio, considerando que las élites políticas y el conglomerado mediático apoyaban la candidatura de Hillary Clinton. La victoria de Trump puede deberse en gran medida al opaco liderazgo de Clinton, del mismo modo que a la debilidad del actual presidente. Obama exhibió una gran habilidad para atraer votos durante dos períodos, y para conseguir donantes y adherentes a sus campañas, pero demostró no tener liderazgo para defender algunas de sus iniciativas más importantes, ni para conservar a sus votantes (Trump obtuvo el 60 % de los votos en numerosos condados de Wisconsin, Iowa, Indiana y Pensilvania, justo los mismos lugares en los que Obama se había impuesto con más del 50 % en elecciones anteriores) e impulsar a Clinton hacia la Casa Blanca. Incluso en Pensilvania, Carolina del Norte y Florida, en donde Obama concentró sus últimos esfuerzos, el partido Demócrata sufrió una estrepitosa derrota. Ahora el Partido Republicano recupera la presidencia, el Senado y la Cámara de Representantes, y comienza el reacomodamiento de las estructuras del poder político en Estados Unidos, que en definitiva no implicará cambios tan dramáticos como la opinión pública internacional lo ha anunciado.
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