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Columnistas | PUBLICADO EL 09 marzo 2023

Yo habría querido un pan

Todos los idiomas son ambivalentes. Sería aburridísimo si no lo fueran, si siempre dijéramos exactamente lo que queremos decir: hablar es ensayar aproximar la palabra a la cosa.

Por Juliana Restrepo Cadavid - JuntasSomosMasMed@gmail.com

Hay un pueblo aborigen australiano, la comunidad Kuuk Thaayorre, que no usa las palabras izquierda y derecha para hablar, sino dieciséis combinaciones de los puntos cardinales. Dicen frases como “Mueve tu taza al norte norte este”. Cuando se saludan, uno pregunta “¿Hacia dónde te diriges?” y la otra persona responde (¡literal!) hacia dónde va: “Voy al sur-oeste-oeste lejos”. Si mientras lees esta columna cierras los ojos y te pido señalar con un dedo el noreste, es muy probable que te equivoques. Un niño de cinco años del pueblo Kuuk Thayorre te ganaría: el lenguaje ha cambiado su pensamiento. Pasan cosas similares con los colores (los rusos tienen más azules), con el género (los alemanes le dan a un puente propiedades femeninas sólo por el artículo que lo antecede), con la estructura de las frases (una escena del crimen la recuerdan distinto un americano y un suramericano). El lenguaje define profundamente la forma como pensamos, como vemos el espacio y el tiempo, como describimos un milhoja (es masculina en francés. ¡No puedo!). Este es un tema que no deja de obsesionarme.

Todos los idiomas son ambivalentes. Sería aburridísimo si no lo fueran, si siempre dijéramos exactamente lo que queremos decir: hablar es ensayar aproximar la palabra a la cosa. Aprender un idioma nos distancia lo suficiente para ver las insuficiencias de la lengua y nos libera de las ataduras de la lengua materna. Es una nueva voz interior que nos da una nueva mirada exterior. Es como tener otra alma.

Yo aprendí francés ya grande y viví cinco años en ese idioma. Vivir en francés me pareció una expansión de lo que yo era hasta entonces. Le pude dar nuevas propiedades a las cosas, nuevos adjetivos a los sustantivos. Un día me dijeron que un vino era moelleux, que para mí era un adjetivo como de postre de chocolate melcochudo, y un par de meses después pensé, mientras me tomaba un vino, que estaba así. Sentí la vida diferente, la miré desde otro punto. De toda la experiencia lingüística, lo más interesante fue mi trabajo en la panadería. Ahí entendí la Francia completa. Las señoras más viejitas me decían “J’aurais voulu un pain”, que si uno traduce literal es: Yo habría querido un pan. Y yo se los daba, obvio, pero me quedaba pensando un montón en por qué usaban ese tiempo verbal (¿quiere o no quiere el pan, señora?). Y luego hay palabras en el nuevo idioma que te gustan más, que sientes más precisas que las que usas en el tuyo, y la gente dice “Esta boba se volvió gringa que habla mitad en francés y mitad en español”. Pero es que clochard es mucho mejor palabra que indigente.

Estas ideas las había leído antes (entendemos que cuando hoy decimos “leído”, significa ver un meme, oír en un podcast o en tik tok ¿sí o qué?). La semana pasada leí otra pregunta que me voló la mente: ¿hay pensamiento sin lenguaje? Ahí se las dejo para que la saboreen en español.

Juliana Restrepo Cadavid

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