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Horrendo fue el crimen cometido el pasado domingo 21 de junio en la jurisdicción de Santa Cecilia, población rural de Risaralda, cuando una menor de edad de la comunidad indígena Embera-Chamí (resguardo de Dokabu), fue violada sexualmente por siete jóvenes soldados adscritos al Batallón de Alta Montaña del Ejército Nacional en Génova, Quindío. Un grotesco atentado que se suma a la larga cadena de abusos realizados a diario contra mujeres, niños, ancianos, líderes sociales y las comunidades más vulnerables.
Desde luego, mucho fastidia que los confesos autores de ese execrable comportamiento sean personas vinculadas a los cuerpos armados de la república quienes –tras un entrenamiento breve y deshumanizado– se convierten en máquinas de maltratar, zaherir y hasta matar a las personas, cuando el respeto y protección de sus derechos fundamentales, son el fin o la razón de ser de su servicio público. Por ello, en vez de rasgarse las vestiduras o decir –con el Comandante del Ejército Nacional– que “para mí ya (ellos) no son soldados”, aquí se deben emprender acciones concretas para mejorar los procesos de selección y entrenamiento de las tropas; además, esos organismos se deben profesionalizar al máximo y se tornan imperativas capacitaciones rigurosas en materias de derechos humanos y ética.
Por supuesto, también mortifica que el presidente –con un desconocimiento manifiesto de elementales materias jurídicas– afirme que se les puede aplicar la cadena perpetua a los reclutas, a sabiendas de que el acto legislativo tributario de esa brutal práctica todavía no rige, no ha sido reglamentado mediante una ley de la república y no se puede usar retroactivamente. Una salida más en falso que se suma a otras que ya ni siquiera suscitan comentario alguno.
Y, en esa misma línea de reflexión, debe cuestionarse la actitud pendenciera de la vicepresidenta quien, para tapar el grave escándalo familiar que la sacude estos días, salió a condenar la imputación jurídico-penal provisional que hizo la Fiscalía. Además, debe censurarse al fiscal General por sus inapropiadas declaraciones (esta vez, con un discurso deshilvanado montado sobre un pésimo libreto) y, añádase, por dárselas de un superhéroe que “está en las calles y en los territorios” (no “encerrado ni confinado”) y se dedica a darle “la vuelta al país para que los colombianos sientan que nuestras manos están ahí para apoyarlos”, como si se tratara del gran Alejandro Magno con sus huestes de guerreros de vacaciones en la Isla de San Andrés diciendo estulticias.
Tampoco pudo faltar la intervención del procurador General quien (con sus dos socios), en plan de montar su show mediático y llegar al poder en 2022, afirmó: “Duele Colombia cuando quienes deben defender vida y dignidad de nuestros niños se convierten en sus verdugos”. De igual manera, no deben olvidarse las palabras de la pintoresca y siempre insolente señora Cabal cuando quiso alertar al país en torno a lo que, dijo, parecía un “falso positivo” judicial; y, por supuesto, tampoco se debe echar de menos el papel de algunos abogados defensores quienes aprovecharon los medios para apoyar la calificación jurídica de los hechos que hizo la Fiscalía, sin importar si ella es o no correcta, porque solo buscan el favor de quien preside ese ente en relación con algunos de sus negocios que mucho preocupan a la dirigencia nacional y a los cuales se les quiere echar tierra.
Pero fuera de estos embates propios del populismo punitivo que presiden el telón de fondo, es necesario llamar a la sociedad a la reflexión y a la acción para evitar que estos casos se queden en el olvido y, pasados unos días, no se vuelva a hablar de las víctimas porque esta colectividad enferma, desorientada y derrumbada, solo espera –con mucho morbo– otra tétrica violación para santiguarse, rezar los Mil Jesuses o hacer nuevos escándalos. No podemos, pues, seguir agotando impávidos nuestras vidas en medio de esta burda catástrofe moral y volvernos (por acción o por omisión) cómplices .