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Ha sido tal la forma como se han degradado los partidos políticos en Colombia, que no pocas candidaturas para gobernaciones y alcaldías cuentan con diversos avales, dados por colectividades que pocas afinidades tienen en sus talantes e ideas.
Las alianzas para apoyar aspirantes a los puestos públicos se dan, no por analogías filosóficas, sino por conveniencia de supervivencia electoral para no morir prematuramente en la larga agonía. En unas regiones se unen antípodas en matrimonios cosidos por el cordón umbilical del clientelismo. Es un salpicón que está demostrando cómo se van disolviendo las colectividades colombianas.
Estas crisis ideológicas no son exclusividad de los partidos colombianos. Se dan hasta en las mejores familias. Como lo anota el pasado domingo en EL COLOMBIANO el politólogo Alejo Vargas, “la crisis de los partidos parece ser un fenómeno con tendencias universales”. En Europa, agrega, “pasaron a la historia la mayoría de los grandes partidos políticos de la segunda posguerra mundial”. Se quiebran sus disciplinas para que se anarquicen, lo que pone en dificultades la sostenibilidad de una democracia sólida y confiable.
Colombia hace algunos años llegó a romper el récord de perturbación política con la existencia de más de 80 partidos y partiditos. La mayoría de garaje y que dieron vida a las microempresas electorales, rompiéndose la seriedad de las listas únicas al entrar la moda de las listas unipersonales en donde cada capataz manzanillo abría su propia sucursal. Fácilmente se conseguía el cacique las firmas necesarias para formar facción con su representación jurídica para avalar la audacia. Hoy, con la tímida reforma política del 2003, se disminuyeron colectividades y disidencias, pero no en la medida de la lógica electoral. El saboteo de las mayorías del Congreso –ya sin los halagos de la mermelada– ha hundido la aprobación de una reforma política que elimine las listas abiertas y se vuelvan a adoptar las listas cerradas.
No faltan los movimientos que apoyan a candidatos a puestos administrativos y a corporaciones públicas, financiados, en buen porcentaje, con dineros calientes. Quienes giran esas platas no lo hacen propiamente por amor a la causa, por generoso desprendimiento y convicción en sus ideologías, sino por los rendimientos financieros que sacan de esas colaboraciones, a través de contratos y gajes, contraprestaciones con las que quedan hipotecados los elegidos.
Hay poca seriedad en el debate electoral. A ratos parece un melodrama, cuando a través del pragmatismo no pocos han logrado juntar el agua con el aceite, cosa imposible ante la ciencia química. Construyen alianzas mecánicas con antípodas en la política y hasta en la ética. Aspiran más que a servir, a servirse y sobrevivir burocráticamente en montoneras.
Quien por estos días abra las páginas de los periódicos se percatará de los más absurdos y extravagantes ayuntamientos que confirman que la anarquía conceptual y los dineros calientes, inundan la acción electoral en el país. Apareamientos que están rematando a unos partidos mendicantes en busca de puestos, para poder sostener una clientela que va cambiando con el mejor postor.