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Columnistas | PUBLICADO EL 19 marzo 2015

Una urgencia para Medellín: la población carcelaria

Por Santiago Silva Jaramillo

Colombia tiene un problema carcelario, y no solo respecto a los altos índices de hacinamiento de sus instituciones penitenciarias, sino –y sobre todo- por las condiciones en las que vive su población penitenciaria –llamarlo así es cruel- y los contextos de extrema vulnerabilidad en la que esas personas se encuentran una vez recuperan su libertad.

En Medellín, la situación no es mejor. De acuerdo a la Personería de Medellín, en 2013 la cárcel de Bellavista tenía una población de 6.896 reclusos, con un hacinamiento del 184%. De la población carcelaria total de la ciudad a mediados de 2014, el 45,38% eran jóvenes (entre 18 y 28 años), unos 4.000.

En la cárcel de Bellavista, por ejemplo, funcionan solo tres programas de gobierno operados por el Sena, el Inder y la Secretaría de Gobierno de Medellín, que con recursos bastante escasos atienden a unos 400 reclusos –los que están a punto de salir, sobre todo- de una población de unos 7.000.

Esta situación es al mismo tiempo una injusticia y una oportunidad desperdiciada.

Injusticia porque los condenados o sindicados que se encuentran en las cárceles colombianas, aunque infractores, no dejan de ser responsabilidad del Estado (de alguna forma, se vuelven más importantes), en la atención de sus necesidades básicas y el respeto de sus derechos, en ocasiones, los más obvios.

Y es también una oportunidad perdida, porque la población carcelaria, sobre todo la juvenil con condenas cortas o medias, representan un grupo excesivamente vulnerable ante la posibilidad de ingresar o mantenerse en organizaciones criminales o en dinámicas delincuenciales. Es decir, por un lado ya se han focalizado y “concentrado” en la cárcel –lo que evita el problema de determinar la pertinencia del grupo: es obvia -y por el otro, en tanto conforman la población que determinará la seguridad de la ciudad en los próximos años. Atenderlos para evitar que regresen o caigan definitivamente en sus carreras criminales resulta urgente para Medellín.

De hecho, proteger a la población carcelaria de la región supone a la vez una política humanitaria y de reconocimiento de derechos, y de prevención de los fenómenos de inseguridad en tanto puede prevenir la reincidencia de los atendidos.

Por supuesto, las razones que pueden explicar la reincidencia van desde la dificultad de integrarse al mercado laboral, hasta las consecuencias de hogares disfuncionales y tejidos sociales reventados en sus barrios. El mismo fenómeno de reclutamiento, una realidad poco señalada pero presente en las zonas urbanas, puede explicar muchos de los casos en los que los recién liberados del sistema penitenciario colombiano caen –o regresan- a organizaciones delincuenciales.

Por eso es tan importante ese doble esfuerzo por atender a estas personas en riesgo cuando aún están en las cárceles, y luego incluirlos dentro de los programas y ofertas públicas y privadas una vez regresan a las calles y se aprestan a los peligros de recuperar su libertad. En efecto, una política local de atención a la población carcelaria podría suponer una inversión invaluable para Medellín, al proteger los derechos de los reclusos, y convertirse en una profunda apuesta por la prevención de la inseguridad y la violencia en la ciudad.

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