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Por estos días las redes sociales han estado llenas de discusiones, peleas, columnas e hilos de tuits. Elecciones, debates, temas donde, al parecer, si no tenemos una posición radical, es mejor quedarnos callados.
Algunos de esos temas, el del aborto, por ejemplo, cala profundamente en valores religiosos y morales que van desde las más arraigadas tradiciones cristianas hasta las más liberales propuestas feministas y, lo queramos o no, esas discusiones (muy importantes) llegan hasta las salas de nuestras casas y la intimidad de nuestros hogares.
En algunos casos, se logran buenos diálogos, pero, por lo general, las conversaciones se convierten en debates, en nuevas indignaciones y en señalamientos. Los acuerdos son pocos.
En medio de la presión social por estar en una orilla de la discusión, estoy convencida de que las mujeres no debemos ir a la cárcel si decidimos abortar. Ser madre —ahora lo sé con mucha más intensidad— es una experiencia tan maravillosa, tan reveladora de lo que somos, tan profunda que solo debe estar ligada a una decisión libre, racional y autónoma.
Pero eso no es suficiente hoy. El mundo no solo nos exige, tanto a hombres como a mujeres, posicionarnos radicalmente en una orilla de las discusiones sociales sobre estos temas. También elimina de entrada la posibilidad de una conversación franca, genuina y empática con quien opine diferente a nosotros o con quien todavía no sabe qué opinar.
En la idea de que la única posición de reivindicación de la mujer es a través de la radicalidad, no gana nadie. En la conversación, todos. Sin embargo, las redes, ese espacio que aloja casi siempre nuestras furias, no contribuyen mucho a esa invitación al diálogo. Son ya un ring de boxeo.
Para mí, que desde hace no mucho soy madre, el tema no es fácil. Veo en los proyectos que tengo para mi hija, para mi familia y para mí misma un debate importante. ¿Qué debo opinar?, me pregunto constantemente, cuando cualquier tema controversial surge. ¿Cómo debo explicarlo? ¿Tengo que hacerlo? ¿Tengo que tener una opinión? Descubro, casi diariamente, que ante tantas cosas que pasan y con el ritmo frenético con el que nos golpean las “noticias de última hora”, lo importante termina siendo la capacidad de escuchar, de mantener la calma al hablar con otros, incluso cuando la persona con la que debatimos nos parezca demasiado radical y aunque nuestra opinión sea contraria.
Creo que todas esas preguntas que me hago sobre cómo enfrentar temas con mi hija se reducen a enseñarle a conversar sin fanatismos y se me viene a la cabeza algo que dijo Juan Gabriel Vásquez en conversación con Irene Vallejo durante el Hay Festival: “la literatura de ficción, leída con convicción, es el antídoto inmediato contra cualquier tipo de fanatismo. El fanático es, sobre todo, una persona sin imaginación”.
Y para seguir con el tema del aborto, diría que quienes creen que las mujeres solo se realizan al ser madres no ganan nada despreciando a quienes deciden nunca serlo; ni quienes creen que los hombres no pueden tener opinión sobre el aborto ganan exigiendo que no haya opiniones contrarias.
Hay que conversar, buscar que todas las partes puedan tener voz, intentar entender por qué otros piensan como piensan, hay que leer contextos, culturas, momentos. Y hay que hacerlo, sobre todo, sin sentir la presión del tiempo. No tenemos que tener una opinión inmediata sobre todo lo que pasa, formar una opinión toma tiempo.
Cada ataque es una razón más para que muchos no se decidan a expresar su opinión por miedo o por vergüenza. ¿Dónde queda nuestro derecho a equivocarnos? ¿A corregir? ¿A cambiar lo que pensamos? En esa posibilidad de movernos, de transitar entre lo que pensamos, es donde está el gran valor social de la conversación. Contenemos multitudes. Todos estamos aprendiendo