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En el centenario del nacimiento de Manuel Mejía Vallejo, la lectura de cuyos libros acompañó la juventud de muchos de nosotros, me atrevo a hacer homenaje mínimo personal al gran novelista antioqueño. Me propongo, en mi fuero íntimo, releer obra por obra para reencontrar la inspiración que fue él para mí y para los de mi generación.
Volveré, pues, si Dios me da vida a La tierra éramos nosotros, a El día señalado, La casa de las dos palmas y, en fin, a toda su producción literaria que pugna por no perecer en la avalancha de los olvidos.
Y empiezo, en estos cien años, con su librito de coplas, Soledumbres. Que descubro en la silenciosa liturgia de pararse frente a una estantería de la biblioteca y repasar con los ojos el lomo de los libros. De pronto, el dedo índice se introduce entre los volúmenes y un libro inesperado acaba entre las manos aleteando como un pájaro atrapado.
Soledumbres de Manuel Mejía Vallejo fue publicado por la Biblioteca Pública Piloto en 1990. Imagino al maestro en las noches de Ziruma deteniendo la arquitectura de una novela para dejar que, como un cocuyo imprevisto, una copla alumbrara la soledad (la soledumbre) de la creación literaria.
Soledumbres recoge coplas escritas por Mejía Vallejo. La copla, valga recordarlo, como tal vez lo anoté en una vieja columna, es una delicada composición poética que se escucha, que se lee y se relee, que se aprende de memoria y se saborea en el alma como un vino generoso que se paladea antes de tragarlo. O, dicho desde la antioqueñidad, que se bebe de golpe, como un trago de aguardiente.
Con una sencillez que bordea la fragilidad, en la copla se apretujan los sentimientos, las vivencias, las filosofías que, como mariposas en la yerba, levanta el ser humano cuando pisa la vida. Son versos que aletean heridos, o gozosamente alegres, sin otra pretensión que su propia mínima belleza.
El gran valor de este libro, además del placer de la lectura intimista de sus versos, es el aporte que hace a la recuperación de la copla, una composición poética de honda raíz clásica y que sigue viviendo entre los campesinos y los poetas de los pueblos. Antioquia ha tenido excelentes copleros, como Salvo Ruiz o Ñito Restrepo, por mencionar algunos.
Las coplas de Soledumbres son redondillas exquisitamente elaboradas, en las que se observa la labor de una orfebrería literaria que no frena ni oculta la espontánea inspiración, esencial en esta clase de versos. Son poemas cortos, limpios. Escuetos. Sin rebusques cultos, con un enternecedor tono que deja oír la voz del pueblo, otra cualidad que adorna la copla de verdad.
Ha sido este un breve pero enjundioso reencuentro con nuestro gran escritor que nació hace cien años, al que tanto queremos pero que parece tenemos olvidado en Antioquia. Sus poemitas vuelven por los fueros de la copla, tan maltratada hoy por las voces y los tiples de trovadores que venden su inspiración como mercancía barata en espectáculos de cualquier tipo, o como simple pretexto para emborracharse.
P.D. Manuel Mejía Vallejo nació el 23 de abril de 1923 y murió el 23 de julio de 1998; Fernando González nació el 24 de abril de 1895 y murió el 16 de febrero de 1964. De su relación hablaremos en otra oportunidad.