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No tengas la razón, ten poesía

Creo que no hay nada como la mirada de la infancia que, en medio de su tierna ingenuidad, termina haciendo poesía casi que por accidente. Luego llega la adultez y, con ella, la necesidad de tener siempre la razón.

hace 1 hora
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  • No tengas la razón, ten poesía

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Cuando volví a la casa donde pasé mi primera infancia, descubrí que la montaña que escalaba no era tan inmensa como creía, es más, ni siquiera era una montaña, sino tan solo un barranco desprovisto de gracia. Y el lago donde habitaban todo tipo de monstruos y, en cuyo interior había un tesoro que nunca pude rescatar, era apenas un estanque de aguas turbias donde si acaso nadaban un par de ranas que me lanzaron una mirada de total indiferencia. Mis hermanos y yo solíamos jugar a las casas porque creíamos que esas piedras tan grandes que había en la finca eran casas y entonces nos las asignábamos como si fuéramos pequeños latifundistas. Creo que no hay nada como la mirada de la infancia que, en medio de su tierna ingenuidad, termina haciendo poesía casi que por accidente. Luego llega la adultez y, con ella, la necesidad de tener siempre la razón. Pero todo tiene un precio en esta vida y el precio de tener la razón es la pérdida del pensamiento lateral y metafórico que nos acompaña durante los primeros años. El principito está en lo cierto cuando se lamenta: «Todos los mayores han sido primero niños, pero pocos lo recuerdan».

Mi libro favorito de Ray Bradbury es El vino del estío, quizá porque está protagonizado por dos niños que derraman una mirada llena de magia y lirismo durante unas vacaciones de verano en un pueblo perdido en medio de la nada. Una vez un crítico literario se preguntó cómo era posible que Bradbury hubiera usado de inspiración su pueblo natal, Waukegan, y no se hubiera fijado en lo deprimentes que eran los depósitos de carbón y el puerto y los talleres ferroviarios, a lo que Bradbury respondió: «Por supuesto que me había fijado y, genéticamente mago como era, me fascinaba esa belleza. Ni los trenes ni los furgones ni el olor del carbón son feos para los niños. Fealdad es un concepto con el cual nos cruzamos más tarde y que luego siempre tenemos en cuenta».

Mi abuela decía que la vida es circular, por lo tanto, la vejez es regresar a un lugar semejante al lugar de partida. Tal vez por eso, los últimos años de su vida decidió comer nada más que chocolatinas y, mientras los médicos se horrorizaban, a mí siempre me pareció una manera poética de demandar dulzura. Una prueba de que su ciclo vital estaba acercándose al punto donde había iniciado cuando la vida era dulce, fácil y digerible como un cuadrito de chocolate.

Yo propongo no esperar tanto, propongo ver montañas donde solo hay barrancos; ver lagos llenos de tesoros y monstruos; ver mansiones en vez de piedras. Propongo dejar de lado la rigidez adulta y abrazar la poesía como mecanismo de supervivencia, porque como dice Bradbury: «Si un muchacho es poeta, en el estiércol de caballo no encontrará sino flores: que son, por supuesto, lo único que ha habido siempre en el estiércol de caballo». Desafortunadamente, no falta el que se empeñe en tener la razón y sólo vea mierda. Pero ese, por supuesto, será su problema.

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