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Celebro que las corridas de toros se hayan prohibido, ojalá lleguemos a prohibir peleas de gallos, corralejas y otras prácticas que convierten el sufrimiento animal en el tipo de espectáculo que necesitan perpetrar los cobardes para creerse valientes.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Mi primera corrida de toros fue la última. El hombre que me invitó me gustaba y no fui capaz de decirle que no. Entiendan bien: tenía 17 años y pensé que estaba enamorada. Él era mucho mayor que yo. Imposible ser más vulnerable. Gran parte de la corrida me la pasé reteniendo las ganas de llorar. Él, mientras tanto, se atiborraba de aguardiente y gritaba como un loco animando al torero. Mi identificación era con el toro, de hecho, el único atisbo de emoción que sentí, fue la única vez que estuvo a punto de cornearlo. La gente a mi alrededor comentaba que el toro estaba muy malo porque, salvo esa vez, el animal no intentó defenderse ni luchar por su vida. No demoró en desplomarse sobre la arena: sangrante, rendido, asustado. Recuerdo que antes de la estocada final tenía los ojos muy abiertos y no paraba de temblar. Cuesta imaginar a un toro sintiendo miedo, es algo impactante, tendrías que verlo. Jamás he podido deshacerme de esa imagen. Al final se quedó quieto, muy quieto. Todos mis intentos por contener las lágrimas se quebraron y el hombre que ya no era un hombre sino un borracho me obsequió una risita de burla. Me odié a mí misma por estar llorando, sentí que encarnaba todas aquellas cosas que a hombres como él les habían enseñado a despreciar. Lo frágil, lo sensible, la capacidad de estremecerse con el sufrimiento ajeno. No me fui porque no tenía plata y porque, en ese entonces, me daba miedo montar sola en taxi (todavía me da, pero me lo aguanto).
A la salida estaba tan borracho que a duras penas era capaz de caminar, por supuesto, dio un mal paso y terminó tendido en el suelo. La nariz comenzó a sangrarle. Intentó levantarse varias veces y no era capaz. Estuve unos minutos parada junto a él decidiendo qué hacer. Estaba sangrante, rendido, asustado. Ahora el toro era él. Pensé en darle una estocada final y marcharme, no sin antes devolverle la misma risita que él me había obsequiado, al final lo ayudé a parar y lo sostuve mientras buscábamos un taxi.
Ese día descubrí que quien se cree fuerte y valiente frente a un ser que no está en igualdad de condiciones, no es ni fuerte ni valiente, sino todo lo contrario, el peor de los cobardes. Comprendí que debía andar más prevenida con las personas que disfrutan viendo sufrir, o peor aún, haciendo sufrir a cualquier ser sintiente. El precio de tu disfrute jamás debe ser el sufrimiento de nadie. Comprendí que la gente suele confundir la compasión con la debilidad y que la una no tiene nada que ver con la otra. Comprendí cuál era el tipo de hombre que no quería en mi vida. Jamás lo volví a ver.
Ya no tengo 17 años, pero ahora me siento orgullosa de los mismos rasgos de mi personalidad que tanto odié ese día. Por eso celebro que las corridas de toros en este país se hayan prohibido, ojalá lleguemos a prohibir las peleas de gallos, las corralejas y tantas otras prácticas que convierten el sufrimiento animal en el tipo de espectáculo que necesitan perpetrar los cobardes para creerse valientes.