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Comprendes, de repente, por qué te gustan las grandes superficies y las tiendas multimarca y los mercadillos de cualquier índole. Y esa comprensión te hace sentir miserable.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Dices ser libre y te levantas cuando suena el despertador. Hoy hay que pagar la renta. Deberías abonar dinero a la deuda. No salgas sin antes pasear al perro. Como se te ocurre salir tan despeinada. ¿Te echaste antisolar? Vas a los mismos lugares por la misma ruta. Miras el teléfono constantemente esperando ese mensaje que nunca llega. Todo lo demás es spam, es fraudulento o no te interesa. Deja de dar el mail para obtener descuentos que nunca aprovechas. Ayer hablaste de tomar vacaciones y hoy te salen avisos de agencias de viajes. Das clic creyendo que tienes el poder de elegir tu destino cuando bien sabes que es el algoritmo el que está eligiendo por ti. Ni se te ocurra decir en voz alta que quieres redecorar la casa.
Quieres comerte un helado pero hay tantos sabores que te cuesta decidirte, antes era más fácil: vainilla, chocolate, arequipe, fresa, poco más. Confundes la abundancia con la libertad. Ocurre igual con las películas. Pierdes más tiempo decidiendo qué película ver que viendo la película. Eres incapaz de comprar libros sin antes haber leído decenas de reseñas. Pero es que hay muchos libros y muchas reseñas. Has ahorrado un poco de dinero pero no te sirve para hacer lo que deseas. No puedes ir a la luna ni a Disneylandia porque tu visado se ha vencido. No puedes subirte al carro y desaparecer por una carretera que no va a ninguna parte. Todo tiene talanqueras y rejas y peajes y ventanitas en las que hay que autenticarse, parece que constantemente tienes que demostrar que tú eres tú. «Dices ser libre y cada día actúas empujado por mil cosas» escribió Flaubert en Memorias de un loco. Sabes que tiene razón. Los locos suelen tener la razón. Y también suelen ser más libres que tú.
Anne Carson sugiere que si no eres la persona libre que quieres ser, busques un lugar en donde contar la verdad sobre ello. Escribes porque crees que el papel es tu zona de libertad, que puedes expresarte y decir lo que quieras. ¿Puedes decir lo que quieras? Es una ilusión tan grande como creer que el dinero te hará libre. Una vez leíste la escena de un libro de Andrés Neuman en el cual un hombre dentro de un supermercado reflexiona sobre el hecho de que allí no se paga tanto por los productos, sino por la orgía de posibilidades, por la sensación de haber sido, al menos durante unos minutos, lujuriosamente libre. «Sin ese espejismo erótico —concluye— el consumo sería fácil de reprimir». Comprendes, de repente, por qué te gustan las grandes superficies y las tiendas multimarca y los mercadillos de cualquier índole. Y esa comprensión te hace sentir miserable. Dices ser libre pero has caído en la trampa. Confundes libertad con consumo y casi todos tus consumos te han sido dictados al oído por entes que ni siquiera tienen cara: la moda, el algoritmo, las reseñas, los mandatos invisibles. Dices ser libre y no puedes hacer nada sin antes consultar tu teléfono. Tal vez no eres tan distinta de los demás. Porque la esclavitud moderna no ocurre precisamente tras las rejas ni tiene llaves ni candados y justo por eso es tan difícil de detectar.