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Entonces llega la ‘depresión’: quedar rendido ante la evidencia de que no todo es marketing, que la IA avanza a pasos agigantados y que toda labor que implique razonamiento ya no volverá a ser igual.
Por David González Escobar - davidgonzalezescobar@gmail.com
La primera fase del duelo frente a la Inteligencia Artificial (IA) es la negación: decir que ChatGPT y otras herramientas no funcionan para nada, que les falta mucho para llegar a ser útiles; que al igual que pasó con los carros 100% autónomos, que cada año están a una década de estar acá, la gente está sobreestimado el alcance y capacidad de esta nueva generación de IA, que no es para tanto.
Luego está la ira: la frustración cuando todo el mundo empezó a sacar la misma columna mediocre usando IA, la rabia al ceder a usarla y ver que alucina, equivocándose constantemente con datos y fuentes inventadas, que no logra hacer cosas básicas como operaciones aritméticas y que se contradice sin pena con tal de darle la razón al usuario, como si fuera cualquier lambón.
Pero eventualmente llega la “negociación”: esa interacción que cambia el paradigma, como el movimiento 37 de AlphaGo contra Lee Sedol, en la que uno comprende que esto va en serio.
Entonces llega la “depresión”: quedar rendido ante la evidencia de que no todo es marketing, que la IA avanza a pasos agigantados y que toda labor que implique razonamiento ya no volverá a ser igual.
Y, finalmente, entra la aceptación: aprender a dejar de preocuparse y a amar la IA.
Entre las cosas para las que he utilizado ChatGPT en los últimos meses están: la creación en minutos de un itinerario detallado de un viaje de diez días en una ciudad —incluyendo restaurantes bajo criterios de precio y de cocina bien definidos, museos con horarios verificados y rutas de transporte público—; darle a leer un PDF de El maestro y Margarita, de Bulgákov, de forma tal que sirva para consultarle cualquier duda de contexto y que ilustre los episodios relevantes de cada capítulo; traducir infinidad de documentos; contar los libros de mi biblioteca a partir de tres fotos tomadas desde distintos ángulos; crear un GPT que, a partir de audios, cree correos en tono formal sin ser demasiado formal; ubicar en un mapa el lugar aproximado donde está un conocido a partir de una foto del paisaje que subió a una red social; listar y crear una base de datos de los libros que he consultado en Goodreads y así lograr recomendaciones nuevas de sorprendente precisión; y mucho más.
Según OpenAI, con cifras de julio de 2025, semanalmente 700 millones de usuarios únicos envían en total 18.000 millones de mensajes a ChatGPT: más de dos mensajes por cada habitante del planeta.
Entre esos intercambios, la “guía práctica” concentró el 29% de las interacciones —pedir consejos sobre cosas del día a día o instrucciones para hacer algo—; la búsqueda de información tipo Google, el 24%; redactar, editar y pulir textos, otro 24%; la creación de videos e imágenes, el 7%; las conversaciones personales, el 5%; y la ayuda técnica en programación o matemáticas, también 5%.
En todo caso, una serie de funciones cada vez más diversas, complejas y, particularmente, íntimas: la IA se está volviendo una “co-inteligencia”, un asistente y compañía que se usa con mucha más frecuencia y para muchas más cosas de lo que muchos están dispuestos a aceptarlo.
Ciertamente no soy el único que dejó de luchar contra ella y decidió ceder ante la IA.