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¿Cuál es tu manzano?

Estoy convencida de que todos tenemos un manzano que puede tener mil formas, sabores y tamaños diferentes, el mío era ácido, carnoso y lleno de pepitas.

hace 3 horas
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  • ¿Cuál es tu manzano?

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Tengo un lote en el que he estado sembrando maracuyás y guayabas. Algún día espero volver a vivir en el campo. Paso tardes enteras echando pala, batallando con la maleza y las hormigas arrieras, sumida en una guerra en la que siempre pierdo. A veces me desanimo, pero no me rindo. Es curioso poner tanto empeño en sembrar frutos que no voy a comerme. En la finca de mi infancia había tal cantidad de frutas que la mamá tenía que desafiar la creatividad para que no se perdieran y entonces todos los días comíamos bocadillos, sorbetes, mermeladas y helados. A veces con la fruta pura, a veces en mezclas imposibles de digerir. Las plantas de maracuyá eran tan frondosas que formaban cuevas en las que me metía con una navajita, una cuchara y mucha azúcar a comerme la pulpa fresca. Vivía trepada en los guayabos bajo la teoría de que las frutas saben mejor recién cogidas del árbol. Comí tanto, pero tanto que un día, harta, anuncié que ya me había comido todas las guayabas y maracuyás que tenía asignados en esta vida y puede que en las tres siguientes. La pregunta entonces es: ¿por qué sigo empeñada en sembrarlos?

Hay un poema de Louise Gluck llamado Nostos que habla del manzano que había en el patio de su casa cuando ella era una niña: «Yo me paraba junto a esa ventana/ fines de abril/ flores de primavera/ ¿Cuántas veces el árbol floreció, de verdad, para mi cumpleaños, el día exacto, no antes, ni después?/ La sustitución de lo inmutable por lo que cambia, por lo que evoluciona/ La sustitución de la imagen por la tierra implacable/ ¿Qué es lo que sé de este lugar?», se pregunta la autora en el poema. El manzano para Gluck es el símbolo de la infancia perdida. Estoy convencida de que todos tenemos un manzano que puede tener mil formas, sabores y tamaños diferentes, el mío era ácido, carnoso y lleno de pepitas. Al menos así lo recuerdo, suelo cumplir mis promesas y hace años no como maracuyás, a las guayabas, en cambio, las he perdonado por el hartazgo.

Hoy en día, cuando siembro esas mismas frutas, cuando me sumerjo en el charco de alguna quebrada, cuando hago florecer las orquídeas en un tosco intento por parecerme a la mamá, cuando le pongo banano a los pájaros y riego la huerta y me paro en la cabeza y me asoleo y cocino las recetas de la abuela, me doy cuenta de que estoy haciendo un intento desesperado por volver a la niñez, a aquel estado de pureza y autenticidad sepultadas bajo el peso agobiante de la vida adulta; un intento por replicar aquella época donde no importaba nada y los días discurrían lentos y solitarios. Si hago memoria, es el tipo de vida que he perseguido a lo largo de mi existencia. Al final de su poema, con toda razón, escribe Gluck: «Miramos el mundo una sola vez en la infancia. El resto es memoria». Quizá, por eso, no hago sino sembrar guayabas y maracuyás, aunque nunca vaya a comérmelos.

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