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Querido Gabriel,
Con una dedicatoria a los “salvadores de alumnos si los hay” y con un reconocimiento a la memoria de su maestro, “que nunca se desesperó ante el zoquete que yo era”, comienza el libro Mal de escuela, de Daniel Pennac. Un texto que se dedica a los injustamente rotulados como malos alumnos, que son el mayor desafío y, cuando se les ayuda a encontrar su identidad y su camino, la más hermosa obra de los grandes maestros. ¿Hablamos de los profesores sanadores, que ven más allá del estudiante con lenguaje retador o mirada ausente y le hablan al hombre o la mujer lleno de talento y posibilidades?
Krishnamurti escribió que el fin de la educación es eliminar el miedo. No creo que se haya referido al miedo que nos protege de las amenazas físicas, crucial para la supervivencia, sino al miedo al otro, a uno mismo, a los caminos desconocidos, al futuro. El peor temor que puede dejar la infancia es el que producen esos padres y profesores que nos persiguen, como el médico de El enfermo imaginario de Molière, con grandes jeringas (libros obligatorios, tareas inauditas o amargos regaños) creyendo erróneamente que se aprende por extrusión y no por inspiración. ¿Será que Krishnamurti se refería más bien a la confianza en los demás y en nosotros mismos?
Los grandes maestros, plantea Pennac, entienden “la soledad y la vergüenza del alumno que no comprende”. Saben que el niño que “entra en clase es una cebolla” cuyas capas exteriores son las cargas de la familia, del barrio, las inquietudes infantiles o juveniles. Un buen maestro sabe que cada uno va a su ritmo y, frente a un revés académico, reconoce que simplemente, en ese aspecto, hay un “retraso en el florecimiento”, como le dijo a él mismo su profesor Rolin al invitarlo a almorzar ante el aplazamiento de su examen de bachillerato.
Los buenos maestros son canales para descubrirnos, comparten “no su saber, sino su propio deseo de saber”. Me conmovió la historia de una visita del autor a un restaurante. Al final de la cena, se le acerca el chef, un hombre de metro ochenta y gorro blanco que le muestra un trabajo escolar de hace veinticinco años titulado Haced vuestro retrato a los cuarenta años. El niño había escrito que sería el jefe de un restaurante y comparaba su cocina con un barco en altamar. Pennac, el profesor, había escrito en rojo respondiendo que le gustaría algún día sentarse a la mesa de aquel restaurante...
Recordé a Mateo Jaramillo, empresario y maestro, al leer sobre la importancia de la atención en la enseñanza: “La presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía”; acerca de las buenas maneras: “No hablar nunca más fuerte que ellos” y del autocuidado que permite la amabilidad y paciencia: “La primera cualidad de un maestro es dormir bien”.
Provoquemos esta reflexión, que aplica de manera análoga para líderes y empresarios, resaltando la importancia de educar en la compasión y el amor. Compasión porque para darle aliento a una vida prematuramente cansada “basta un profesor, ¡solo uno! (...) una mirada, una palabra amable, una frase de adulto confiado”. Amor para recordar que la bondad debería manifestarse en todos los oficios y aún más en el de mentor o maestro. Inspiremos la conversación con esta cita de Marivaux que abre el capítulo final del libro y que a mí me recuerda a Juan Luis Mejía, uno de nuestros más amorosos maestros: “En este mundo hay que ser demasiado bueno para serlo suficiente”.
* Director de Comfama