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Por Jorge Volpi
Nuestro sector ha sido uno de los más afectados por el encierro: por más que la cultura haya comenzado a valerse de herramientas digitales y que una poderosa parte de nuestra creatividad se haya volcado a diseñar obras específicas para los medios digitales, las artes continúan siendo relevantes en nuestras vidas porque representan una experiencia imposible de replicar en nuestras casas. Sabemos que oír música en el propio sillón no se compara con vivirla en la Philarmonie de Berlín, que el teatro solo es teatro si nos hallamos frente a los actores y actrices, lo mismo que un Rivera o un Picasso solo son un Rivera o un Picasso –conservando su aura– si contemplamos los originales en un muro o en un museo.
Digitalizarse o morir. Todos nos volcamos así, tan generosa como irresponsablemente –sin apenas darnos cuenta de nuestro analfabetismo digital–, hacia las plataformas que nos permitirían mantener nuestro de por sí precario ecosistema cultural. No iba a ser lo mismo, pero no parecía haber otra salida. A partir de ese instante, nos vimos inundados de música, obras escénicas y exposiciones virtuales, al tiempo que las empresas que ya proporcionaban servicios audiovisuales o en línea multiplicaban exponencialmente sus contenidos –y sus ingresos.
Lo virtual no es lo real, pero había que hacernos la ilusión. A fin de cuentas, estábamos seguros de que iba a ser provisional: la mutación sería efímera, como anunciaban triunfalmente nuestros políticos. Por más que cierta vida artística retoma sus lugares anteriores, en septiembre de 2020 queda claro que esta forzada metamorfosis durará todavía largo tiempo. ¿Qué hacer, entonces, cuando las posibilidades de regresar a nuestro antes –teatros y salas y parques y museos atiborrados de gente– continúa siendo tan remota?
Los humanos no buscamos contenidos –como quisiera simplificar nuestra todopoderosa industria del espectáculo– sino experiencias. Y ahora, libradas ya las primeras batallas, sabemos que esas experiencias, al menos desde el lado artístico, se han visto radicalmente empobrecidas por la pandemia. Ello no quiere decir que no haya habido lugar para la experimentación y la sorpresa virtuales, pero cada vez es más raro: prevalecen la inercia y el hartazgo.
Llevamos semanas –parecen siglos– como zoombies, consumiendo la carroña de las redes: esta no puede ser la salida para la cultura del covid-19. No debemos permitir que estas plataformas, enriquecidas a costa de nuestros datos, nos impongan la única forma artística de nuestro tiempo. En el devastado mundo analógico ya hemos constatado que no queda otro remedio que abandonar nuestras casas y refugios, precavidos y cuidadosos, y volver al mundo.