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Caen sables helados desde los cerros sobre los caminantes de las calles bogotanas. Son mini gotas de cielos congelados, que se turnan con solecitos bobos incapaces de contrarrestarlas. Es agosto y los capitalinos atribuyen las punzadas al mes de las cometas.
En efecto, la lluvia fina y penetrante se acompaña de vientos a cero grados que la convierten en munición. Los tapabocas de pandemia ayudan un poco, pues de la nariz brota un aire tibio que abriga cara y cuello. No obstante, el pecho recibe en pleno la racha polar.
De la cabeza, ni hablar. Queda escarchada con puntos parecidos a los que coronan frailejones en los páramos. Amenazan con inocular una gripa de padre y señor mío. Es preciso apresurarse hasta la casa para frotar con fuerza una toalla sobre el estuche de los pensamientos.
En pleno estrépito de calentamiento global, los meteorólogos ilustran que el fenómeno se debe a vientos que soplan desde los Llanos Orientales e irrumpen en la sabana de Bogotá sin pedir licencia. La mente elemental salta hacia el este sobre las montañas y se asoma a las ardientes sabanas del joropo. No comprende la contradicción entre origen hirviente y resultado entumecido.
Son tantos los misterios de la naturaleza que permanecen cerrados al hombre común, a pesar de los esfuerzos de los divulgadores de la ciencia. En las últimas décadas se han desgranado novedades difíciles de asimilar, procedentes de la astrofísica, la cuántica, las neurociencias, los agujeros negros, los cyborgs.
Las pertinaces lluvias de agosto no son nuevas. Lo reciente es su talante glacial y su formación en escuadrones afilados que atacan con intermitencias copiadas de los hoplitas griegos. Además, irrumpen sin dar aviso. El ciudadano espía desde la ventana el clima y se aventura al asfalto creyendo que el cielo despejado es buen augurio.
Vana previsión. De un momento a otro, los cerros verdes se vuelven grises, de un gris que baja y baja hasta inundar la cotidianidad transeúnte. Nadie se previno con paraguas, chaqueta de capucha, cachucha ni sombrero. Entero el desfile se empapa, traspasado por aquellos sables helados que propinan una derrota encima de la debacle de la peste y sus contagios.
Habrá que aguardar la falsa consolación de septiembre, que, con febrero, son los únicos dos meses sin puentes festivos