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Saber insultar

El pequeño intercambio epistolar trascendió hasta nuestros días porque cuando se usa la palabra como arma, ocurre lo mismo que con los venenos: es mejor usar pequeñas dosis.

Pese a detestar a Churchill, el dramaturgo Bernard Shaw decidió enviarle un par de invitaciones a la premier de una de sus obras teatrales. Dentro del sobre con las entradas incluyó una pequeña nota que decía: «Para que venga con un amigo, si es que lo tiene». Churchill no demoró en responder: «Me es imposible asistir a la noche de apertura, pero iré a la segunda función, si es que la hay». El pequeño intercambio epistolar trascendió hasta nuestros días porque cuando se usa la palabra como arma, ocurre lo mismo que con los venenos: es mejor usar pequeñas dosis. Seamos sinceros: lo que busca un buen insulto no es matar al contendor, sino gozar con su agonía.

Lo bueno de la contienda entre artistas es que queda evidencia. Basta leer una de las tantas cartas que le envió Frida Kahlo a Diego Rivera: «...no nos hagamos pendejos, Diego, yo todo lo humanamente posible te lo di y lo sabemos; ahora bien, cómo carajos le haces para conquistar a tanta mujer si eres tan feo, hijo de la chingada». La carta no termina ahí. Frida le cuenta que le tienen que cortar una pierna y le deja en claro que, al contárselo, no pretende causar lástima sino informarle que ella pretende hacer lo mismo con él: «Te libero de mí, vamos, te amputo de mí; sé feliz y no me busques jamás», remató.

En el relato Carta perdida en un cajón, Silvina Ocampo demostró que el género epistolar es un delicioso portador de veneno: «Cuánto tiempo hace que no pienso en otra cosa que en ti, imbécil, que te intercalas entre las líneas del libro que leo, dentro de la música que oigo, en el interior de los objetos que miro. No me parece posible que el revestimiento de mi esqueleto sea igual al tuyo».

Si en las cartas llueve, en la música no escampa. Shakira le cantó a Piqué: «Mucho gimnasio, pero trabaja el cerebro un poquito también». Con su canción, la artista puso en evidencia que para insultar se necesita cierto tipo de ingenio que jamás podrá desarrollarse chutando una pelota. Una vez más, las palabras como arma. Ni hablar de Paquita la del barrio cuando le cobró a su marido una infidelidad cantándole: «Rata inmunda/ animal rastrero/ escoria de la vida/ adefesio mal hecho/ infrahumano/ espectro del infierno/ maldita sabandija/ cuánto daño me has hecho». Daño, el que debió recibir el compositor de Sabré olvidar que tan bien interpretó el Joe Arroyo y empieza con este dardo: «Sufro mucho al saber que no te has muerto...». En fin, que la lista de dardos cantados y escritos es interminable porque se extinguirán más rápido las palabras que los infieles.

Es evidente que insultar es todo un duelo de inteligencias, por eso, usar palabras vulgares habla más mal de quien las pronuncia que de quien la recibe. No hay nada de ingenioso en mentar la madre ni en mencionar una ETS, al contrario, es una forma más bien triste de insultar pues deja en evidencia la incapacidad del insultador de componer una frase original y venenosa. Es algo tan carente de gracia como chutar un balón desinflado. .

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