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Columnistas | PUBLICADO EL 20 febrero 2022

Ráfagas

Ráfagas
Por Juliana Restrepo Cadavid - JuntasSomosMasMed@gmail.com
Infográfico

El año pasado me leí en medio de una reunión, sin poder parar, un ensayo de Paul B. Preciado. Lo publicó originalmente en Liberation, pero a mí me lo pasaron en un librito delicatessen: Un apartamento en Urano. Copio aquí el principio: “La homosexualidad es un francotirador silencioso que pega un tiro al corazón de los niños en la hora del recreo, apunta sin intenciones de saber si son hijos de burgueses bohemios, de agnósticos o de católicos integristas. Su mano no tiembla, ni en los colegios del sexto distrito de París ni en las zonas de educación prioritaria. Dispara con la misma precisión en las calles de Chicago, en las aldeas de Italia o en las periferias de Johannesburgo”.

Después Paul cuenta la primera vez que sintió el peso de la bala, cuando su padre trató de lesbianas asquerosas a dos chicas que iban cogidas de la mano por la calle. No durmió esa noche, quiso escaparse, no sabía nombrarlo, pero sintió miedo y vergüenza en ese momento y en los días que siguieron.

El ensayo tiene una metáfora central fuerte. Sacude, consterna y entristece aún si termina con un mensaje esperanzador: “La vida es maravillosa, nosotros los esperamos, aquí, somos numerosos, todos caímos bajo la ráfaga [...]. No están solos”.

Hace un par de años, en el marco del movimiento de Black Lives Matter, leí en el Cup of Jo una idea de Angela Davis en la que afirmaba —respecto a la raza, no la identidad de género o la orientación sexual— que no nos basta con no ser racistas, con ser neutrales, que debíamos ser antirracistas: Activamente reconocer nuestro privilegio y confrontar el racismo. Comprometernos a pelear contra el racismo cuando lo encontremos, incluso en nosotros mismos. Entender los sesgos inconscientes que hemos absorbido de la sociedad, reconocerlos antes de desmantelarlos. Desaprender las actitudes tóxicas que han pasado de generación en generación.

He cruzado varias veces estas dos ideas en mi cabeza: Desde la persona que soy —con todos mis pesos culturales clasistas, racistas, gordistas— y desde lo que quiero que sean mis hijos.

No podemos, no debemos, conformarnos con poco. No basta con tener una casa que sea un refugio sin chistes ni comentarios, donde los niños puedan pintarse las uñas y bailen como culturalmente bailan las niñas en Medellín y donde las niñas se puedan ir de camiseta leñadora y pantalones negros para una primera comunión elegante, una casa abierta para todo tipo de amigos. No basta tampoco con decirles, como Paul, que nació Beatriz: aguante la balacera de prejuicios que algún día encontrará a los suyos. Resista ráfagas, esquive balas, disimule, desaparezca, párese como hombre que vienen sus tíos, acá estamos. Tampoco es suficiente con afirmar de forma categórica: Yo no soy homofóbica, yo no soy racista, yo no soy clasista. No podemos conformarnos con eso. Tenemos que querer más. Tenemos que ser antibalas aún cuando las balas estén en nosotros mismos 

Juliana Restrepo Cadavid

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