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Columnistas | PUBLICADO EL 05 junio 2022

Proezas

La importancia que Colombia le concede a la ciencia deja mucho que desear, incluso en el ámbito latinoamericano. Entre 18 países, ocupamos el noveno lugar en gasto de I+D.

Por Jorge Giraldo Ramírez - jorgegrld@gmail.com

Entre las tantas cosas que se nos embolataron en el 2020 estuvo la concesión del premio Bengt Winblad Lifetime Achievement al neurólogo e investigador Francisco Lopera por su trabajo contra el alzhéimer. La prensa nacional e internacional está difundiendo este año el reconocimiento con la expectativa de los resultados. Lopera es el único latinoamericano en obtener el galardón desde que se concede, 1988, según la tabla que aparece en el sitio de la Aaic.

EL COLOMBIANO lo entrevistó hace poco (“Hemos hecho posible lo imposible, en estudio sobre el alzhéimer: Francisco Lopera”, 17.04.22). De ella, quiero destacar dos cosas: las vicisitudes de investigar en Colombia y el heroísmo que entraña lograr resultados significativos en la actividad científica, en cualquier campo.

Afirmó Lopera que “este proyecto no lo podía financiar Colombia, así de sencillo. Los 150 millones de dólares que costó equivalen al presupuesto de investigación nacional”. Al margen de las limitaciones que se padecen en nuestros países, la importancia que Colombia le concede a la ciencia deja mucho que desear, incluso en el ámbito latinoamericano. Entre 18 países, ocupamos el noveno lugar en gasto en investigación y desarrollo y el puesto 14 en inversión en educación superior, debajo de Bolivia, Honduras y Paraguay, entre otros (Informe de la Unesco sobre la ciencia, 2015). Según el Observatorio de Ciencia y Tecnología, la inversión colombiana bajó de 2019 a 2020, tanto en valores absolutos como en participación respecto al PIB (“La ciencia en Colombia ganó importancia y perdió recursos en 2020”, La Silla Vacía, 01.09.21).

Pero la plata del Estado no lo es todo. El periodista Édison Ferney Henao le preguntó por los mayores retos y, entre ellos, el doctor Lopera mencionó dos. El primero, “lograr la aprobación del comité de ética fue muy complicado”. Se trata de un problema burocrático. Como sabemos los investigadores, un comité de ética solo revisa papeles, no discute de ética, y si la discute, nunca lo hace sobre el terreno; se llevaron un año haciéndolo. El segundo consistió en que “hubo que hacer mucho trámite ante el Invima”. La misma institución que rechazó el esfuerzo de ocho universidades que corrieron a producir ventiladores respiratorios para atender la emergencia del covid-19 y a las empresas que se dedicaron a producir tapabocas porque, según Moisés Wasserman, el Invima exige estándares alemanes —claro que ellos no se comportan como sus pares germanos—. Así que el Estado, además de no ayudar, estorba.

El titular de entrevista —“Hemos hecho posible lo imposible”— retrata las condiciones de trabajo de los investigadores en el país. La pregunta es si las universidades, o una región como Antioquia, pueden hacer algo distinto a lo que hace el Estado central. En el pasado se hizo: desde finales del siglo XIX hasta mediados del XX, Antioquia tuvo los mejores indicadores educativos del país. Ese esfuerzo público y privado explica, en parte, lo que James Parsons llamó el “milagro de Medellín” 

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