viernes
0 y 6
0 y 6
Por Jonathan Malesic
Hace ocho años, tuve un gran empleo como profesor titular en una pequeña universidad en Pensilvania. Parecía que había logrado el éxito: tenía autonomía, seguridad, excelentes prestaciones e incluso un poco de prestigio. Sin embargo, después comencé a temer ir al trabajo. La indiferencia de los alumnos ante lo que les enseñaba me parecía un insulto personal. Me ponía furioso ante pequeños incidentes con colegas y me enfrascaba en discusiones acaloradas en reuniones de profesores. Me estaba agotando.
Cuando llegaba a casa, me quejaba con mi esposa. No obstante, su paciencia al escucharme no fue suficiente para resolver el problema. Tampoco lo solucionó un semestre de baja sin sueldo en el que vivimos con su salario. Mi esposa terminó por rescatarme cuando le ofrecieron un empleo en Texas. Renuncié al mío y me fui con ella.
A pesar de mi alivio, me sentí un fracasado no solo como académico, sino también como hombre. Aunque los roles de género parecen cada vez más flexibles y susceptibles al cambio, aún somos una sociedad en la que los hombres intentan demostrar su hombría a través de su desempeño en el trabajo. Y yo no podía cumplir con mi deber.
El intenso debate público sobre el desgaste durante la pandemia le ha puesto muy poca atención a la manera como los hombres viven este problema.
Los académicos y periodistas tienen buenos motivos para enfocarse en las mujeres. El “segundo turno” del cuidado de los niños sigue aplicando una presión desproporcionada sobre las madres que trabajan.
Pero si queremos acabar con el desgaste, debemos abordar el problema de hombres y mujeres. Y para abordar el desgaste de los hombres en particular, hay que reconocer que, conscientemente o no, nuestra sociedad todavía iguala en gran medida la masculinidad con ser un proveedor estoico. No todos los hombres se identifican con ese arquetipo, e incluso los hombres que no lo aceptan están expuestos al desgaste. Los investigadores definen el desgaste como un síndrome con tres dimensiones: agotamiento, cinismo y una sensación de inefectividad.
El cinismo (también conocido como despersonalización) es el “distanciamiento emocional”; en otras palabras, es cuando ves a tus colegas, clientes o pacientes como objetos o problemas más que como personas. Sin embargo, el cinismo comúnmente se interpreta como una señal de competencia. Las figuras masculinas que demuestran apertura emocional aún no los han remplazado.
El desgaste de los hombres como padres de familia también refleja la manera como están condicionados por la ética del proveedor.
Cuando los hombres enfrentan problemas en el trabajo o en otros aspectos de su vida, son mucho menos propensos que las mujeres a expresarlo, ya sea en público o en privado. Los hombres tienen aproximadamente un 40 % menos de probabilidades que las mujeres de buscar terapia por cualquier motivo. Y la crisis bien documentada de las amistades entre hombres significa que muchos de ellos no tienen a nadie, además de su pareja, con quien sientan la confianza de expresar sus sentimientos. Los hombres solteros no cuentan con nadie; cuando se agotan, lo sufren en soledad.
Los problemas clave que distinguen el desgaste de los hombres —el cinismo característico, la falta de preparación para la crianza de los hijos y la renuencia hacia las dificultades en el trabajo y la paternidad— comparten raíces con la ética del deber estoico que nuestra sociedad les ha inculcado a los niños y a los hombres desde hace décadas: ponte a trabajar y no te quejes.
La ética del proveedor es una masculinización errónea de un ideal noble —de que incluso quienes no trabajan merecen comer— que comparten tanto hombres como mujeres.
Los hombres de mediana edad y más jóvenes quizá piensen que esta ética es una reliquia de la época de sus padres o abuelos, cuando menos mujeres trabajaban de tiempo completo. Sin embargo, como sociedad, no la hemos trascendido.
Mi desgaste disminuyó cuando nos mudamos a Texas. Como escritor independiente y profesor universitario de medio tiempo, ahora percibo una fracción de lo que gana mi esposa. Sé que no es mi culpa; el factor diferencial se debe a las condiciones laborales cada vez peores del periodismo y la academia. Me interesa mi trabajo, pero ya no lo es todo para mí.
A final de cuentas, para acabar con nuestra cultura de desgaste no solo tendremos que mejorar las condiciones de trabajo, sino también crear nuevos ideales sobre el papel que tiene el trabajo en la prosperidad humana. Eso implicará adquirir un compromiso con ideales de hombría que dependan menos de la productividad económica y más de virtudes como la lealtad, la solidaridad y la valentía, incluida la valentía para renunciar a un trabajo, criar a un hijo o ambas cosas