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El Miércoles de Ceniza comienza la Cuaresma, un período de cuarenta días, número que significa totalidad, plenitud, tiempo para tomar conciencia de la importancia de la vida entera y su cultivo.
El relato de las tentaciones de Jesús es una página maestra de la literatura, la teología, la mística y la espiritualidad. “¿Piensas tú que toda la sabiduría de la tierra podría discurrir algo semejante en fuerza y hondura a esas tres preguntas que formuló el poderoso e inteligente espíritu en el desierto?” (Dostoyevski).
En Mateo (4,1) leemos que Jesús fue conducido por el Espíritu al desierto, donde ayunó cuarenta días y cuarenta noches, símbolo de la vida entera. Y que luego fue tentado por el diablo. Jesús lo sabía por experiencia cuando nos enseñó a orar así: “Padre nuestro... y no nos dejes caer en tentación”. Y más cuando, en su agonía, dijo a sus discípulos: “Velen y oren para no caer en tentación” (Mt 26,41).
Filipenses (2, 6-8) deja absorto al lector ante el misterio de Jesús, que “a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se anonadó a sí mismo y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos, y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de Cruz”.
Jesús, verdadero hombre, experimentó al máximo la tentación, cuando llamó a Pedro “satanás” por quererlo hacer desistir de la misión encomendada por el Padre (Mt. 16,23). Momento en que la humanidad de Jesús aparece en toda su grandeza y esplendor, fruto de su cultivo esmerado.
Pecado es la lejanía de Dios, lejanía que no puede ser sino afectiva, pues en Dios, inespacial e intemporal, tiempo y espacio no cuentan. Y así, soy un pecador cuando amo el dinero, el prestigio o el poder más que a Dios. Y Jesús fue invencible en toda tentación gracias a la ininterrumpida relación de amor con su Padre.
Y cuando Jesús vivió la triple tentación del prestigio, el poder y el dinero, tentaciones en las cuales cae el hombre de continuo, estaba preparado con su oración y su ayuno para sobreponerse a ellas. Y así pudo decir al diablo: “Apártate, Satanás, porque está escrito: ‘Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto’” (Mt 4,10).
Quien solo reconoce como real lo que puede experimentar y tocar con sus manos, se convierte a sí mismo en Dios y, con ello, degrada tanto a Dios, como a los demás, al mundo y a sí mismo .