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Hoy 14 de diciembre habrá un eclipse de sol al sur del continente, supongo que simbolizando el regreso de la señora Fernández de Kirchner y el cambio constitucional chileno. La oscuridad de estos eclipses, de apenas minutos, puede ocasionar temporalmente una disminución de la temperatura y cambios de comportamiento de los vientos, animales y plantas. Pero luego, de nuevo sale el sol.
La pandemia de este año, que ha oscurecido la vida en este planeta y provocado tantas desgracias, podría parecerse a un eclipse, pero estos fenómenos son predecibles, tienen una fase de oscurecimiento que alcanza su plenitud un corto tiempo y luego se recupera la claridad.
La pandemia en la que estamos, impredecible en cuanto a forma, lugar y tiempo, se parece más a la súbita explosión de un megavolcán, fenómeno todavía no pronosticable y cuyos efectos posteriores son más prolongados y devastadores. Pero aun así, y también sin poder predecirlo, de nuevo sale el sol.
En 1.815 el volcán Tambora, en la isla Sumbawa, Indonesia, provocó la erupción más grande de la historia. Instantáneamente murieron 10.000 lugareños, y luego la mayoría de la población lo haría de hambre al desaparecer la vegetación de la isla. Su explosión se escuchó a 2.600 kilómetros y la columna de erupción alcanzó la estratósfera. Sus cenizas cubrieron todo el planeta, bajando las temperaturas y haciendo que 1.816 fuese el “año sin verano” y el más frío de la historia reciente. Se produjo un desastre agrícola mundial y las hambrunas se propagaron como las cenizas del Tambora. A 12.000 km, en Europa, que sufría todavía los efectos del huracán “Napoleón” y la gente hervía caracoles para alimentarse, un niño hambriento de 13 años, Justus von Liebig, calificado como “irremediablemente inútil”, pero inquieto y curioso, se propuso: ser químico, doctorándose a los 21 años, y dedicar su vida a mejorar la agricultura. Su trabajo sobre el nitrógeno y la producción de amoníaco fue la base para la formación de la industria de fertilizantes, a la que le debemos que el mundo sea otro y no estemos todos trabajando en el campo para poder comer.
Esta crisis no es ni la primera ni la última que tendremos, pero con seguridad, de nuevo saldrá el sol. Y no es cosa de ser “optimista” o no ser “pesimista”, pues como dije en mayo del año pasado, son categorías inútiles y peligrosas. Dije en esa ocasión que pertenecía a los “posibilistas”, esos “que sin ignorar o negar los problemas, las dificultades y la incertidumbre del futuro, deja de lado las emociones embriagantes y trabaja analíticamente, buscando hacer realidad lo posible”.
En contra de todo pronóstico, con las circunstancias del encierro que potencian al infinito mi tradicional sedentarismo, ¿quién iba a pensar posible que perdiera casi 6 kilos de peso? Claro que los buñuelos no son tontos, ellos, también posibilistas, saben que es “posible” que esos kilos, y otros más, los recupere en diciembre.