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Por Lina María Múnera Gutiérrez - muneralina66@gmail.com
Desde hace unos meses, el alcalde de Nueva York Eric Adams parece sobrepasado con las responsabilidades de su cargo y los retos que día a día debe enfrentar. La ciudad fetiche por excelencia, la que subyace en el inconsciente de millones de personas que sueñan con pisar sus calles y alcanzar un sueño aspiracional, está pasando por una fase tan compleja que el mismísimo primer mandatario dice no exento de ansiedad que están desbordados y que la situación “destruirá a NuevaYork”.
Primero está el tema de los 100.000 migrantes que han llegado en lo que va de año y a los que por ley se les debe prestar auxilio. Según Adams, pese a que son bienvenidos, le van a costar a la ciudad alrededor de 12.000 millones de dólares. Los albergues están desbordados, en perjuicio de los habituales habitantes de la calle, y se están montando campamentos en el primer sitio que las autoridades encuentran disponible. Además, no contaban con el activismo de los NIMBY, acrónimo para la frase en inglés “not in my back yard”, (No en mi patio trasero), que se refiere a los residentes de una zona que reconocen la importancia de una actividad determinada, en este caso el dar asilo, pero que se oponen a ella si es en su propio barrio.
Los vecinos de un área del Bronx cercana a Orchard Beach se han puesto en pie de guerra al saber que les van a instalar dos campamentos de refugiados. Ninguno quiere que su oasis de paz se torne en un ambiente de inseguridad y desorden desde su punto de vista. Lo mismo ocurre en Staten Island, donde el alcalde convirtió una antigua escuela católica en refugio temporal para 300 personas solicitantes de asilo. Los ciudadanos se preguntan si ese derecho a ser protegidos, que ordena desde 1981 que la ciudad debe darle un hogar a cualquiera que aplique por él, no se ha convertido en un “cheque en blanco”.
Ya ni hablar del vecindario alrededor del hotel Roosevelt, en la mitad de Manhattan, un icónico lugar que aún conserva los candelabros de una época de esplendor venida a menos tras la crisis de la pandemia, y que ahora se ha transformado en una especie de Ellis Island del siglo XXI, donde se recibe, “procesa” y cobija a inmigrantes en su mayoría escapados del régimen venezolano. Los vecinos lo tolerarían y le darían su apoyo si estuviera ubicado lejos, pero no ahí por donde tienen que pasar todos los días. A esa actitud hostil que se palpa en el ambiente, y que llamaríamos hipócrita, los americanos le dicen nimbyismo.
Y para contribuir al nerviosismo del alcalde, la Gran Manzana está desbordada por otros dos fenómenos: por un lado el de los zombies del fentanilo que deambulan por la ciudad y cuyo consumo es el primer motivo de mortalidad en la franja de los 18 a los 45 años de edad. Y por el otro, el de los robos masivos en grandes almacenes que han llevado a compañías tan potentes como Target a cerrar para siempre sucursales como la de Harlem, abierta en 2010. En muchas tiendas de comestibles, han puesto murales con fotos en las que aparecen retratados, en imágenes de poca calidad, los ladrones captados por las cámaras de seguridad que salen “como Pedro por su casa” cargados de mercancías sin pagar.
Ya lo dijo la muy irónica escritora Fran Lebowitz, newyorkina hasta la médula: hagamos de cuenta que Nueva York es una ciudad.