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La última vez que nos vimos, sus ojos me examinaron de pies a cabeza como si yo fuera una sombra. “Hola, Néstor”, le dije. “Hola”, me contestó. “Lo distinguí por la voz”. No necesité más palabras para darme cuenta de que estaba ciego.
Estaba sentado sobre un muro en el mismo parque donde ha vivido los últimos años. Tenía los pies hinchados por un ataque de flebitis. No podía caminar. Todas sus cosas —tal vez una camisa, un pantalón, un saco— estaban anudadas en un ovillo sobre la acera donde había buscado cobijo para esperar la madrugada.
Me dijo que había perdido el ojo izquierdo por un desprendimiento de retina y que su ojo derecho se había apagado poco a poco debido a una catarata. Ahora solo veía sombras. No era capaz ni de encontrar los medicamentos que le habían recetado para los ojos. Estaba esperando desde hacía dos días una ambulancia que lo recogiera para llevarlo a un hospital.
Néstor es mi amigo desde hace diez años. Lo conocí en una tienda del vecindario cuando tenía un puesto de venta de loterías. El dinero que ganaba le alcanzaba para pagar un cuarto y mantenerse. Cuando vendieron la tienda, se quedó sin el puesto y tuvo que dedicarse a cuidar carros en un parque cercano. Dormía sentado en una de las sillas del parque. A veces, alguno de sus clientes le daba las llaves para que durmiera dentro del carro.
Cuando cruzaba el lugar por las mañanas y lo encontraba despierto, yo lo invitaba a desayunar. Entonces conversábamos un rato. Siempre estaba de buen humor. Así me contó su historia.
Néstor vivía en un pueblo cafetero del departamento de Caldas. Allí tenía un granero mixto donde vendía víveres, café, cerveza y alquilaba unas mesas de billar. También tenía varias cabinas telefónicas para hacer llamadas de larga distancia. El negocio iba viento en popa.
Un día, un montón de hombres armados entraron al negocio y, sin pedir permiso, dejaron los morrales y los fusiles encima de las mesas de billar. Después pidieron gaseosas y cervezas y le entregaron a Néstor una lista de mercado. Algunos, sin mediar palabra, usaron los teléfonos. Nadie canceló la cuenta de las llamadas ni pagó un peso por el mercado y los consumos de la tropa.
Así estuvieron varios días. La gente del pueblo decía que eran paramilitares del bloque Cacique Pipintá. Néstor fue al comando de la Policía Nacional, que estaba situado en la misma cuadra, a pedir protección ante el comandante. El oficial le dijo que manejar esas situaciones era muy difícil, pero le prometió intervenir ante el jefe de los paramilitares para que respetaran su negocio. A cambio, le pidió colaborar con la Policía.
Finalmente, los paramilitares montaron un campamento en las afueras del pueblo y aunque no volvieron a guardar sus armas en el granero, iban a llamar por teléfono sin pedir permiso cada que necesitaban. La Policía, en cambio, empezó a solicitar la ayuda de Néstor para comprar los repuestos de las motocicletas, los carros y el combustible.
En pocos meses, el negocio se fue al traste. La mujer de Néstor lo abandonó. Cuando los paramilitares aumentaron sus extorsiones, él decidió cerrar la tienda y buscar refugio en Medellín. Aquí volvió a empezar su vida.
Hoy Néstor es uno más de los miles de refugiados que viven en las calles de nuestra ciudad.
La última vez que pasé por el parque no pude encontrarlo. ¿Por fin la ambulancia había venido? No sé ahora dónde estará mi amigo. Si las palabras sirven para algo, solo quiero decirle que él, que ha tenido el valor de enfrentar tantas tragedias sin abandonarse a la derrota, ojalá tenga fuerzas para salir vivo de esta nueva encerrona de la vida