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La nostalgia, concluyo, es decadencia. Una forma de volverse, de sentirse, o de ser ya irremediablemente viejo. Una guía para caminar entre ruinas.
Por Ernesto Ochoa Moreno - ochoaernesto18@gmail.com
Cuando empieza a despuntar diciembre detrás del corazón se siente revolotear la nostalgia. Se arremolinan en el alma los recuerdos de una infancia irrecuperable y rebrotan los aromas de costumbres familiares y sociales ya desaparecidos en muchos aspectos. Y uno, en el ocaso de la vida, se cree redimido por lo que fue y ya no puede volver a ser, sacándole así el cuerpo a los compromisos del presente y, sobre todo, a los retos del futuro.
Pasa en Navidad y ocurre a diario en la vida. Pero la nostalgia es decadente y peligrosa, porque es una tentación de cada día que frena la visión de futuro y nos atrapa en el pasado, convirtiendo el presente en un muestrario de despojos humanos, de apagados vigores, de ensoñaciones impotentes e imposibles.
Curiosamente, estamos cada vez más interesados en el pasado que en el futuro. Somos felices sesteando al sombrajo de las añoranzas. De espaldas al horizonte, desvirtuamos el avance regodeándonos en realidades que solo tienen, si tienen, interés histórico pero de nada sirven ya. Es una forma de cobardía frente al presente y, por supuesto, un miedo tremendo al futuro.
Aparentemente no hay peligro. Los recuerdos, como los muertos, en apariencia, son inofensivos. Por eso se pueden manosear al propio amaño. Tan rico que es tomarse unas cervecitas oyendo música vieja. Pero resulta que uno se pone a oír música vieja tomándose unas cervecitas para embotar el presente, para eludir el compromiso de transformación que exige el futuro.
Es sutil y sagaz la nostalgia. Se disfraza de muchas cosas. De folclor, por ejemplo. Los antioqueños somos felices dizque de carriel y ruana, esgrimiendo bambucos y arrierías. Pura nostalgia inútil. Nada nuevo le agregamos a Antioquia enfundados los fines de semana en un poncho, deshaciendo los pasos por pueblos que hemos abandonado y a los que no estamos dispuestos a volver renunciado a los placeres de las grandes ciudades. Siquiera se murieron los abuelos. Menos mal.
Y se reviste, la nostalgia, de tradicionalismo y ortodoxia. Porque el tradicionalista es, en el fondo, alguien que le teme al futuro, que busca seguridad, comodidad. Todo cambio incomoda porque desacomoda. Es el miedo a quedarse sin piso el que lleva a muchos al integrismo. He ahí el riesgo. La tradición, la auténtica tradición, debe ser resorte hacia delante. Si no, es enfermiza ensoñación. La esperanza, también la esperanza teologal, es creer en el futuro. Y creer en él por incierto, por inseguro.
La nostalgia, concluyo, es decadencia. Una forma de volverse, de sentirse, o de ser ya irremediablemente viejo. Una guía para caminar entre ruinas. O, simplemente, la vieja fórmula de la mujer de Lot para convertirse en estatua de sal.
El remedio es el futuro. Dice Leonardo Boff en su libro La vida más allá de la muerte: “El hombre no es sólo pasado y presente. Es principalmente futuro. Es proyecto, prospección, tensión hacia el mañana. El pasado de hoy está formado por el futuro de ayer. Así que antes de que el pasado se haya vuelto presente, fue futuro”. Y en otro aparte: “Nos encontramos permanentemente en la prehistoria de nosotros mismos. Estamos todavía naciendo. Todo es siempre promesa. El punto de llegada es a su vez punto de partida. De ahí que todo se encuentre todavía abierto. Por eso puede haber temor, ansiedad, inseguridad, riesgo, coraje, osadía, esperanza”.
Permítanme, pues, torcerle el pescuezo a ésta y a otras nostalgias. Navidad, el misterio religioso que se conmemora en este tiempo, es un himno al futuro. A eso, a futuro, debe oler diciembre y no al aroma de musgo seco que tienen las cosas idas. Y perdidas.