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Columnistas | PUBLICADO EL 13 junio 2022

Nada me gustaría más

El voto en blanco es algo así como un estado de resignación digna o, si se quiere, una llorada a boca de urna. Nadie vota en blanco feliz.

Por Santiago Londoño Uribe

En segunda vuelta Colombia tendrá que decidir entre dos proyectos populistas en los que se mezclan las viejas formas clientelares con la promesa de cambio. Dos proyectos en los que discursos irresponsables y efectistas (Petro propone desembalsar Hidroituango o parar el Metro de Bogotá, mientras Rodolfo anuncia estados de excepción y desconocimiento de la Constitución) van de la mano con posturas agresivas y persecutoras con los contendores. Dos proyectos, en fin, en los cuales el personalismo exacerbado se alimenta de una profunda y peligrosa crisis institucional.

Yo no juzgaré a quienes, políticos en ejercicio o ciudadanos comunes y corrientes, toman partido por uno u otro proyecto. Algunos creen firmemente que en ellos está la salida a los problemas de nuestra sociedad; otros se resignan a la opción “menos mala” y algunos más cifran sus propósitos personales y partidistas en una de las dos opciones. En el Pacto Histórico hay miembros de la izquierda que ven por primera vez, y luego de mucha sangre y dolor, la posibilidad de un gobierno alternativo. Entiendo su ilusión. En el proyecto de Rodolfo se mezclan votantes hastiados de la política tradicional con algunos firmemente anclados en la idea de contener el “socialismo del siglo XXI” (o el “neocomunismo” o el “castrochavismo”) por los medios que sean necesarios. Los clanes regionales se mueven entre ambos lados.

En mi caso, y tal como lo hice en mi primer ejercicio electoral (Samper-Pastrana en 1994), votaré en blanco. Lo haré consciente de que, aunque es el ejercicio legítimo de un derecho democrático, será un voto derrotado. Derrotado porque, en mi opinión, el país ya perdió al impulsar estos dos proyectos a la segunda vuelta. Lo haré no porque me sienta superior a los que votan por alguna de las otras opciones, sino porque estoy convencido de que es el único voto coherente con mi idea de democracia y con el proyecto que me sueño para este país. Es el voto que me permite acostarme, mirar al techo, respirar y dormir en las noches. Es el voto que puedo explicar y sustentar ante la gente que quiero.

No espero de las barras bravas nada distinto a lo que vi estos últimos cuatro años después de votar en blanco en el 2018: de los ganadores, un silencio desconfiado, y de los perdedores, una agresividad sostenida. Nos responsabilizarán por todos los males que sufra el país durante el cuatrienio y, desplegando la “creatividad” del fanático, nos recordarán una excursión a ver ballenas (que nunca he hecho). Sé que es lo que viene y lo asumo.

Lo que sí espero, sinceramente, es que el proyecto ganador me demuestre que estaba equivocado. Que el próximo presidente de Colombia llegue a fortalecer las instituciones y el sistema de frenos y contrapesos. Que desarrolle con decisión y disciplina la Constitución de 1991. Que lleve institucionalidad, oportunidades y respeto por los derechos a las territorios abandonados de la nación. Que le apueste sin esguinces a la implementación del Acuerdo de Paz. Que liquide por inanición a los clanes politiqueros que han desangrado nuestras regiones. Que fortalezca la educación pública y que se tome en serio el cambio climático y los temas de género. Que no le eche mano al ahorro pensional. Nada me gustaría más que estar equivocado.

El voto en blanco es algo así como un estado de resignación digna o, si se quiere, una llorada a boca de urna. Nadie vota en blanco feliz. Ojalá me equivoque, pero creo que nos esperan cuatro años más de retrocesos 

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