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Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada
Mientras todo el país se distrae con el sainete del día montado por Petro y sus huestes, nuestra democracia enfrenta la que es, tal vez, una de las mayores amenazas que como nación hayamos sorteado. Ante un país abstraído entre escándalos, el Estado de Derecho empieza a ceder frente a una justicia omnipotente y sesgada que sirve de plataforma a ideologías particulares y que desconoce la Majestad que la precede.
Desde hace algunos años y tras el estrepitoso robo del plebiscito, ya intuíamos que a la apuesta de la izquierda radical de combinar todas las formas de lucha, le hacía falta una última pieza para perfeccionar su engranaje: Tomarse el poder judicial. Dicho de otro modo, para materializar sus pretensiones de soberanía absoluta, solo necesitaban una justicia selectiva que les sirviese para eliminar del camino a cualquiera que les fuere incómodo a sus propósitos. El primero, y no podía ser diferente, tendría que ser el líder natural de la oposición.
Su apuesta resultó. De este modo, en tanto usted y yo nos distraemos apáticamente con el reality presidencial, el expresidente Álvaro Uribe-el que ha sido obstáculo a la consolidación de una legitimidad amañada de narrativas donde los que desangraron a Colombia ahora son adalides de la moral y el que ha servido de bastión de nuestro sistema Liberal Democrático-; hoy es la víctima de este ejercicio maquiavélico.
Lawfare, es el término acotado en la ciencia política y el derecho para describir ese mecanismo perverso en el que las herramientas legales y judiciales se usan con el fin de neutralizar a un adversario político. A partir de una construcción basada en manipulación de los medios, acusaciones infundadas, pruebas ilegales o procesos judiciales que se prolongan por años; el aparato judicial deja de servir al interés general de justicia, para convertirse en defensor de oficio de intereses ideologizados de quien ostente, en turno, el poder.
Lo riesgoso de esta historia, es que es la independencia de poderes y al hecho de que todo gobernante o servidor público esté sometido a la Constitución y la Ley, a lo que llamamos Estado de Derecho. En el momento en que el sistema de pesos y contrapesos cede a intereses políticos, este se desmorona y la vida, libertad e integridad de cualquiera de nosotros, que resulte inoportuno al régimen, corre peligro.
“Qué diga la verdad”, es la única solicitud hecha por el expresidente en la que todos los testigos de la Fiscalía, coinciden. Pese a esto, una Corte politizada con magistrados contratistas de Juan Manuel Santos, la fiscalía de Luz Adriana Camargo, pupila de Iván Velásquez, y una juez burdamente ideologizada; insisten en desgastarlo en un juicio que no tiene sustento material ni probatorio alguno.
Decía Jonathan Sumption en “Juicios de Estado” que vivimos en una era en la que, ante la ausencia de políticos competentes, existe una tendencia a judicializar cuestiones que deberían resolverse en el espectro político. Así, tal y como lo estamos presenciando en este país con el montaje en contra del Expresidente, se ha recurrido a los tribunales que no honran su mandato constitucional para maniobrar asuntos que deberían resolverse en el contexto de lo político. ¿El resultado? Erosión de la legitimidad constitucional, incremento de la polarización y debilitamiento de la salud democrática. Una bomba explosiva, que solo les sirve a quienes aspiran a la autocracia y a la impunidad. En eso, no nos equivoquemos.
Postdata: Según la última medición de Atlasintel y Bloomberg, el presidente Álvaro Uribe Vélez tiene un 58% de favorablidad, el porcentaje más alto entre todos los demás políticos del país. Pareciera que este manoseo a la justicia, solo está contribuyendo a fortalecerlo y a despertar al tigre.