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Columnistas | PUBLICADO EL 30 octubre 2020

Los santos y los difuntos

Por hernando uribe c., OCD*hernandouribe@une.net.co

El primero de noviembre celebramos la fiesta de todos los santos y el dos honramos a todos los difuntos. En realidad, santo y difunto son la misma cosa de distinto modo, y más si tenemos en cuenta la afirmación de S. Agustín: “Después de esta vida, Dios mismo es nuestro lugar”. Dios es el lugar donde todos, al morir, viviremos eternamente participando de su condición divina.

Al morir sobrepasamos las coordenadas de espacio y tiempo y entramos en la eternidad, que es Dios, Uno y Trino, lugar sin lugar y tiempo sin tiempo. Siempre que cultivamos la relación de amor con Dios, fundamento de toda forma de oración, estamos siendo santos.

Un día Jesús dijo a sus discípulos: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Limpio y limpieza son palabras hermosas, sobre todo porque nos vuelven transparencia de Dios, como pasó con Jesús, de corazón limpísimo por cultivar su relación de amor con su Padre. Una mirada limpia, una palabra limpia, un sentimiento limpio, un pensamiento limpio, es divino, nos hace partícipes de la condición divina, anticipo del paraíso.

Un vidente escribió: “Si te mostrara tus llagas, no podrías resistirlo. Pero, ¡eh aquí!, que te las muestro en el instante en que te curo de ellas”. El Creador cura solo con mirar. “Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían”, canta S. Juan de la Cruz. Prodigio que tenemos por descubrir, y más en este siglo XXI, con tantas llagas en el cuerpo y en el alma.

Santa Catalina de Génova hace esta confidencia: “Cuando veo morir a una persona, me digo: ‘¡Oh, qué cosas nuevas, grandes y extraordinarias está a punto de ver!’” Catalina es una mística, y por eso su afirmación es fruto de la experiencia, no de la fantasía. Y así, ante la muerte de un ser querido cabe siempre el anhelo purísimo de prepararse para vivir en el paraíso, el lugar sin lugar donde el difunto nos espera.

Un iluminado escribió: “Orar por los difuntos es aprender como ellos a no desear más que a Dios, y encomendarnos a sus oraciones es reclamar para nosotros las gracias más puras de la santidad”. Y así, cuando oramos por los difuntos, estamos en realidad orando por nosotros, gracias a ellos, que participan ya de la condición divina que los hace santos.

Las obras buenas no nos hacen santos, manifiestan nuestra santidad, que es Dios aconteciendo en nosotros. Por tanto, si entendemos la oración como ejercicio de relación de amor con Dios, nuestra oración es ejercicio de santidad.

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