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Columnistas | PUBLICADO EL 17 agosto 2020

Los nietos

Por Fernando Velásquezfernandovelasquez55@gmail.com

Cuando un vástago llega al entorno familiar no suele considerarse que, muy pronto, también él verá brotar a sus propios retoños porque la fuerza vital que todo lo preside avanza incesante y, más tarde que temprano, lo va cobijar; es cuando la existencia abre sus brazos generosos y, tras los nuevos alumbramientos, aparecen los nietos que posibilitan a los viejos volver a acariciar y reír en medio de amores. Por eso, esos duendecillos llegan a la vida para estremecer a los suyos y recordarles que cada jornada es un milagro y un nuevo comienzo; que, con cada alborada, comienza el misterio y el ser humano se adentra –una y otra vez– en el cosmos insondable para buscar otros mundos.

Desde luego, se trata de algo cargado de misterio y de gratas sorpresas: los nietos aparecen cuando menos se les espera y lo hacen para brindar regocijos y ternuras inesperados; ellos, con sus mimos y travesuras, hacen que el abuelo sea padre de nuevo pero con la experiencia de los años y sin el rigor de antes. Sin embargo, a veces la misión del viejo no es fácil porque sus hijos –en atención a las dificultades propias de la sociedad contemporánea– pretenden que la tarea de crianza y educación no les compete sino a sus propios progenitores.

En cualquier caso, el amor del abuelo enfrente a sus nietos suele mostrar dos facetas bien distintas: de un lado, la sensación de adoración por ellos y el renacer cada momento; pero, del otro, la dificultad para compartir muy intensamente porque a edades avanzadas las fuerzas escasean y los mayores se confunden con los robles añosos perdidos en el bosque, muchas veces solo aptos para dar sombra y contemplar impasibles las bellotas que crecen al lado. Alguna vez un conocido –hombre que mucho se destacó en el medio educativo, empresarial y político regional– quien contrajo segundas nupcias a una edad avanzada y tuvo una segunda generación de proles, al hablar de este tema (entre nostálgico y burlón) me decía que en su existencia cotidiana había dos momentos muy felices: uno, el día en el cual sus nietos iban a visitarlo y llegaban a iluminarlo todo con sus risas; y, otro, aquel en el cual se despedían.

Pero, más allá de ello, los nietos son dulces ángeles alados que tocan a las puertas e inflaman el alma de nuevos hechizos; son seres tiernos, que irradian con sus monadas y hacen aflorar la dulzura escondida como un tímido arroyuelo. Ellos evitan que los retozos de los viejos marchiten y los pasos sean cada vez más tardos. Están ahí para alumbrarlo y aprenderlo todo, para convertirse en volcanes que hacen estremecer su entorno; y, lo más importante, ellos llegan para enseñar, amar y educar a sus padres y abuelos.

Gracias a los nietos, pues, los viejos se redescubren y reviven el apego por sus hijos; ellos son el postre después de la frugal cena de la existencia; son los hijos de los amados hijos que alimentan el alma de delicias, paciencia, jolgorio, afecto y quimeras. El llanto o la sonrisa de un bebé es un regalo que se recibe e invita al gozo celestial; por eso en cada chiquillo, decía Françoise Dolto en su célebre libro “La causa de los niños”, hay un poeta cargado de versos. A los nietos se les debe amar con intensidad y sin recatos; pero, en cuanto sea posible, es indispensable también guiarlos de la mano para mostrarles el muy difícil mundo que les espera.

Bienvenidos sean, entonces, los nietos; bendiciones por su presencia maravillosa. Muchos cantos, jolgorios y alegres tañidos de campana para ellos cuando aparezcan, porque sus balbuceos y sonrisas alumbran y marcan nuevos senderos de gloria; loados, pues, sean nuestros descendientes porque con su mirada limpia hacen más hermosos los rayos solares de cada nuevo amanecer y posibilitan que las jornadas se sucedan pletóricas de sueños.

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