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“Yo no propongo, claro está, que el joven trueque sus trabajos y preocupaciones por la intervención militante y absorbente en un sector determinado de la política del país al que pertenece. Pero sí que opine, que se interese; más aún, que se apasione por ella, contribuyendo a formar el ambiente que los hombres políticos han menester para que su actuación no sea una mera agitación de polichinelas ante un teatro vacío”.
La cita de don Gregorio Marañón (1887-1960) está tomada de su ensayo El deber de las edades, que encuentro en mi bitácora de lecturas de cuando, siendo yo todavía muchacho, leía con fervor al conocido escritor español. Me temo que hoy la gran mayoría de mis lectores jóvenes (si es que los tengo) no conocen o no han oído hablar de este ilustre médico, pensador y miembro de la llamada Generación del 14. Algún día nos referiremos más a fondo a él, cuya amplia producción literaria orientó y nos formó a muchos en la segunda mitad del siglo pasado.
La pregunta, pues, que me hago, ya calentando motores para las próximas elecciones, es si en Colombia la juventud se interesa hoy por la política. Un tema, a mi parecer aburrido, pero que tal vez emocione a los caciques cincuentones o hasta setentones que todavía creen detentar el poder juvenil de los partidos. O que atraiga a los cuarentones pichones de liderazgo que buscan el relevo de las viejas figuras, so pretexto de que son ellos la juventud política. O, de pronto los que se emocionan con la política no sean sino los áulicos que entre los treinta y los cuarenta merodean a estos o aquellos, en descarada mendicidad burocrática.
Digamos, en gracia de discusión, que juventud es -como la define el mismo Marañón- la época de la rebeldía que, pienso yo, salvo atrasos o precocidades, empieza con la conclusión del bachillerato y termina con el primer empleo profesional después de los estudios universitarios. A no ser que la imposibilidad de estudiar bachillerato que golpea a tantos jóvenes, o el no tener acceso a la educación superior que afecta a tantos bachilleres, o el desempleo profesional en el que se hunden tantos que terminan una carrera, convierta esa rebeldía en frustración. Rebeldía y frustración que, mezcladas en partes iguales en la retorta de la desigualdad social, es la fórmula explosiva del anarquismo antisistema que apadrina a revolucionarios, mafiosos, combos y otros delincuentes.
Eso de los polichinelas en un teatro vacío, de que habla Marañón, es una imagen real de los viejos políticos y de los nuevos politiqueros. Así son. Actúan, gritan, peroran, se agitan y, al final, descubren que el teatro estaba vacío. Vacío de juventud, de juventudes, que es el peor de los vacíos.
Y añade Marañón. “Yo no creo que el joven deba limitarse tan solo a opinar en política, ni siquiera opinar con pasión desordenada e impulsiva. Sino que, en consecuencia con su juventud, debe adoptar una actitud rebelde, henchida de sentido universal y humano”.
No es difícil sacar la moraleja. Un partido que no dé cauce a la rebeldía de sus miembros jóvenes, acaba perdiéndolos. La irrefrenable rebeldía de la juventud buscará otras formas de manifestarse y, con o sin ideas, terminará por engrosar las filas de cualquier movimiento, político o de otra índole, que le permita saborear la salobre emoción de ser rebeldes.
Están muertos, o moribundos, los partidos que no ofrecen emoción y futuro a nuestros jóvenes. Son partidos avejentados, escleróticos, sin bríos. Se quedaron sin jóvenes. Y, por lo tanto, se quedaron sin futuro