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El huidizo cuadro es una de las piezas más importantes realizadas por Van Gogh. Lo pintó en el jardín de su médico, el doctor Gachet, unas semanas antes de que el artista se suicidara.
Por Lina María Múnera Gutiérrez - muneralina66@gmail.com
Uno de los grandes misterios del arte mundial, la desaparición del cuadro Retrato del doctor Gachet de Vincent van Gogh, se ha convertido en obsesión para expertos, aficionados y periodistas. Y ha reabierto el debate sobre si las familias de los coleccionistas tienen alguna responsabilidad en compartir piezas icónicas con el público ávido de alimentar su sensibilidad estética.
El caso de esta obra maestra tiene su lado fascinante porque nadie sabe dónde se encuentra desde hace más de dos décadas, después de haberse exhibido durante casi todo el siglo XX en el Museo Städel de Frankfurt y en el Metropolitan de Nueva York. En 1990, sus dueños, los herederos del banquero judío-alemán Siegfried Kramarskys, decidieron venderlo en una subasta en Christie’s de Manhattan y pasó entonces a manos de un magnate del papel japonés que lo compró por la entonces histórica cifra de 82,5 millones de dólares.
Este hombre llamado Ryoei Saito cayó en desgracia, tuvo problemas con la justicia y luego murió. Todos sus bienes pasaron a manos de su acreedor, el Banco Fuji, que lo vendió en 1997 a un financiero austriaco quien también tuvo sus dificultades para conservarlo. Y en 1998, en una venta privada realizada a través de Sotheby’s se vendió a un misterioso postor y desapareció del mundanal ruido.
El huidizo cuadro es una de las piezas más importantes realizadas por Van Gogh. Lo pintó en el jardín de su médico, el doctor Gachet, unas semanas antes de que el artista se suicidara. Vincent le escribió a su amigo Paul Gauguin que la melancolía que irradia ese retrato contiene “la expresión del corazón roto de nuestro tiempo”. Después de su muerte, el cuadro pasó a manos de su hermano Theo y luego a la esposa de este, Johanna, quien lo vendió en 1897 por 57 dólares de la época. Hoy en día su precio puede alcanzar los 300 millones de dólares, según los entendidos.
Desde hace ya bastantes años es claro que la mayoría de museos no está en capacidad de competir con los ultra ricos que pueden darse el lujo de pagar estas cifras por una pieza de arte. De ahí que uno se pregunte por la validez del disfrute individual. No se trata de quitarle a nadie el derecho a poseer un bien, pero sí de reflexionar un poco sobre el placer de compartir. Prestar un cuadro de manera temporal, permitir que se exhiba en exposiciones temáticas e intuir las diferentes emociones que puede despertar en otros tiene sin duda un valor y un poder mucho más elevados que la contemplación egoísta del arte.
Llegados a este punto es imposible no recordar una película de Giuseppe Tornatore titulada La mejor oferta. En ella, Virgil, su protagonista, tiene una habitación cerrada con toda clase de medidas de seguridad en la que atesora cientos de cuadros que cuelgan por las paredes y el techo. Solo existen para su propio deleite mientras él vive atrapado en una soledad de esas que llegan a confundir el alma.