Pico y Placa Medellín
viernes
0 y 6
0 y 6
Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com
“¡Me desesperaré! ¡No hay cultura humana que me ame! ¡Y si muero, ningún alma tendrá piedad de mí!... Y por qué habría que tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad de mí!” Grita Ricardo III en uno de los momentos más desgarradores de la obra de Shakespeare.
Y sí. Tener piedad de uno mismo... eso no nos resulta fácil. No es que vayamos por la vida en modo castigo, pero muchas veces nos tratamos con una severidad que no aplicaríamos ni al peor de nuestros enemigos.
Es un desprecio que no grita ni se nota, pero pesa y duele. A veces viene disfrazado de exigencia, otras de sarcasmo, otras más de resignación. Como cuando te dices “ya para qué”, como si el tiempo hubiera limitado tu derecho a cambiar. En el momento en el que te gritas mentalmente: “¡Torpe! ¡Idiota! ¡Inútil!”, por cualquier error, incluso cuando es intrascendente. O cuando piensas que no mereces descanso, alegría o ternura porque “no has hecho suficiente”. Ese “suficiente” que nunca llega, porque le vas cambiando el tamaño cada vez que te acercas.
No se necesita haber vivido grandes tragedias para tratarse mal. A veces basta con no reconocerse. Con minimizar lo logrado. Con decirse por dentro cosas que jamás aceptarías que otro te dijera o que serías incapaz de decirle a otros. ¿Cuántas veces te has dicho que exageras, que molestas, que no vales tanto? No con esas palabras, pero sí con actitudes. Con silencios. Con esa manera en que te hablas cuando te equivocas.
Se vuelve tan sutil el desprecio, que se disfraza de lo normal, de algo cultural, porque también viste a alguien hacérselo. De no celebrar sus avances, de ignorar sus límites, de exigirse más y más sin pausa y sin reconocimiento. Incluso a veces se disfraza también de voz interior, cuando lo que suena dentro no te cuida ni te consuela, solo te empuja a culpas sin argumentos.
La vida te cambia cuando decides dejar de hablarte mal. Cuando optas por ser consciente de que no estás obligado a castigarte o menospreciarte para crecer. Que puedes exigirte sin destruirte. Que puedes reconocer tus errores sin cargarlos como un castigo eterno.
Hay una parte de ti que sigue esperando que la trates bien. Que no quiere más regaños ni comparaciones. Que no necesita que seas perfecto, solo que no seas cruel. Es esa parte que cuando se siente aceptada, también te vuelve realmente fuerte.
Ahí empieza el cambio. Cuando haces por ti lo que siempre esperaste que alguien más hiciera. Cuando te reconoces. Te escuchas. Te abrazas con honestidad. No se trata de sentir lástima, sino de darte una oportunidad real. De tenerte compasión sin excusas. De ser contigo alguien que por fin te entiende.
Se trata de piedad. Porque si tú no la tienes por ti, ¿quién más sabrá cómo hacerlo?