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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com
En el Hospital Militar la enfermera brindaba cuidados terminales al Sargento Mayor retirado a quien ya no le alcanzaban las fuerzas para una batalla frontal por su vida. Las que tenía se habían ido agotando en los tres paros cardíacos y las tres reanimaciones a las que les puso el pecho. No fue nunca un cobarde, pero en esta ocasión, la sangre fría que lo llevó a sobrevivir a años de servicio, se negaba a circular.
Ella le susurraba que ya su hijo, el capitán, había llegado, mientras veía en la puerta al oficial. Estaba inmóvil, serio, sin gesto alguno en su rostro. La enfermera tenía mucha experiencia en esos últimos momentos y con delicadeza fue hacia él, lo tomó de la mano y la unió con la del viejo que estaba en el umbral de su partida.
Le repitió suavemente “su hijo está aquí”, pero como una voz de mando para su conciencia. Para que le abriera los ojos por última vez. El veterano pareció acatar la orden, aún cuando su vista era igual de borrosa a sus recuerdos. Sintió y apretó en un sutil esfuerzo -que era toda la fuerza que tenía- la mano llena de vida que llegaba a despedirlo. Seguramente sintió también como ese gesto era correspondido delicadamente, pero con toda la energía de amor y aliento que necesitaba. Sin preguntar, la enfermera acercó la silla de ruedas que estaba en la habitación al capitán y se retiró.
Toda la noche estuvo a su lado, pese a que la mirada no volvió y solo la tibieza de su mano era la prueba de que aún estaba presente. No dejó de hablarle, ni siquiera ya en la madrugada cuando en la ronda, ella le sugirió descansar en el sofá que estaba a un par de metros. Se negó a ello las siete u ocho veces que se lo ofreció. Poco antes de que la diana militar sonara en todos los cuarteles y batallones, el viejo murió. Solo en ese momento, el capitán se atrevió a soltar su mano para ir en búsqueda de la enfermera.
En la puerta, justo en la misma posición en la que lo vio al llegar, el capitán esperó. Ella procedió con ese tipo de rutina que, ante la muerte, es un ritual de despedida legal. Al terminarlo, camino hacia él para ofrecerle palabras de condolencias, pero antes de poder pronunciar alguna, lo escuchó preguntarle: “¿Quién era ese hombre?”.
Nunca lo había visto en su vida. Había llegado allí para visitar a un miembro de su pelotón que se recuperaba. Al equivocarse de puerta, la escuchó susurrarle al sargento que allí estaba su hijo e intuyó que estaría solo en ese momento, cuando ya no tendría ni capacidad de distinguirlo. Entendió que aquel viejo, sin conocerlo, lo necesitaba. Era su último cartucho.
La empatía también es un acto de valentía porque demanda abrirse, sentir lo que no es propio y cargar, aunque sea por un instante, con el peso del otro. Es fácil mirar hacia otro lado, pero elegir quedarse, escuchar, sostener o simplemente estar, es una de las formas más humanas de coraje, ese que no siempre se mide por lo que enfrentamos, sino por lo que nos atrevemos a acompañar.