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Marcus Porcius Cato, conocido como Catón el Joven, fue un político que vivió en Roma entre el año 95 al 46 a. C. y pasó a la historia como un famoso y tenaz defensor de la República Romana y como un gran opositor a Julio César. En Londres, entre 1720 y 1723, John Trenchard y Thomas Gordon tomaron prestado el seudónimo de Catón para escribir un libro titulado: Las cartas de Catón: Ensayos sobre las libertades civiles y religiosas, con 138 cartas. Su éxito en esa época fue tan grande que entre 1733 y 1755 se publicaron siete ediciones.
Autorizados expertos consideran que estas extraordinarias cartas entrañan defensas y ampliaciones de las ideas de John Locke y han sido la base de la democracia en Gran Bretaña y de la revolución de los Estados Unidos. En 2018 se publicó en Madrid, España, un libro que se puede consultar por Google, digitando: Cartas de Catón (Trenchard y Gordon, 1720-1723). Autor: Ricardo Cueva Fernández, del cual extracto algunas ideas a continuación, tomadas de la Carta #75: De las restricciones que deberían imponerse a los gobernantes. Entre los magistrados mencionados a continuación, también se incluyen los presidentes y los congresistas, así como los considera el original en inglés.
Hace cuatro siglos escribieron en la Carta #75: Ninguna nación en el mundo ha confiado en la dirección única, en la clarividencia, ni en la discreción de sus propios magistrados, cuando convenía y podían precaverse contra ellos. Ninguna lista de magistrados ha tenido poder absoluto sobre nación alguna que no la condujera a su ruina, a las gratificaciones irreflexivas y a beneficios nada honestos para la lista. Una nación no tiene que temer sino dos clases de hurtos: el primero de ellos, el de sus vecinos, el segundo, el de sus propios magistrados. De hecho, el hurto de los vecinos no es tan azaroso como el hurto doméstico, porque resulta ser este más difícil de eliminar.
No existe nación sobre la Tierra que, habiendo sido gobernada por incontables magistrados, no haya dejado pasar desapercibido sus fechorías lamentables y destructoras. Tan frecuente ha sido su propensión a comportarse sin normas, que nada, salvo la violencia y a veces una muerte violenta, ha logrado removerlos de su ejercicio.
Un poder irrestricto en manos de un hombre, o en pocos por encima de todos los demás, es una desviación tan extravagante de la razón y de la naturaleza, que ni Biarco, con sus muchas manos, ni la hidra con sus numerosas cabezas, ni los centauros mitad hombre y mitad bestias, fueron cosas más desfiguradas y espantosas que el poder irrestricto. Los hombres mutan como las estaciones y, por desgracia, los poderes exagerados rara vez los cambian para mejorar. Por el contrario, los mutan de ser una buena persona a otra temible.
Mario, Sila, Pompeyo y Julio César, fueron grandes comandantes y conquistadores; pero se apropiaron de todos los frutos de sus victorias. De ser muy buenos solados saltaron a convertirse en magistrados perniciosos y arbitrarios. Todos estos grandes hombres derivaron un mal mayor del bien que creaban. Cuando un gran poder origina un gran bien, de manera natural incluye en él la oportunidad de causar grandes males.
En consecuencia, quienes poseen grandes poderes, deben ser vigilados en forma estricta y deben, así mismo, ser controlados con restricciones más fuertes que sus tentaciones para romperlas. Ahora bien, sus crímenes deberían ser castigados de manera más severa que si el mismo delito fuera cometido por cualquier otro tipo de individuo. No olvidemos que una determinada conducta reconocida como deshonesta tradicionalmente, al ser practicada, repetida varias veces, termina por convertirse en inimputable. ¿Los juicios políticos de nuestra Corte Suprema de Justicia y de la JEP, sin normas y sin ajustarse a los principios de derecho?