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Hay días en que no me perdono que mi padre fuera músico y yo solo viniera a saberlo cuando él ya estaba a punto de morir. Cuando yo era niño, ni él, ni mi madre, ni mis hermanos mayores me hablaron de su música. El hecho de que él hubiera fundado varias bandas y compuesto algunas piezas parecía ser parte de los tantos secretos de la familia.
Hay días en que no me perdono no haber nacido antes para escucharlo tocar su trompeta con sordina en alguna de las tantas orquestas populares que existían a lo largo y ancho del río Magdalena, desde La Dorada hasta Barranquilla.
Hay días en que no me perdono no haber nacido antes para viajar con él y con mis hermanos en los planchones que surcaban el Magdalena, llevando maíz, arroz y ganado de puerto en puerto, en medio de fiestas interminables con guitarras, tiples, bandolas, tambores, maracas y acordeones.
No sé por qué en nuestra familia se guardó como un secreto esa parte de su vida. Yo solo vine a saber que él había sido músico alguna vez en su vida porque un día lo vi destapar un piano ajeno y enseguida tocar de corrido una sonata. Estábamos en un convento visitando una religiosa.
No tengo muchos recuerdos de mi padre en mi primera infancia. Él trabajaba casi siempre lejos de casa, como funcionario del departamento de Antioquia. Después trabajó en la Secretaría de Gobierno de Medellín y en algunas inspecciones de Policía. Allí, el duro trabajo minó poco a poco su salud, hasta que los médicos decidieron pensionarlo poco antes de que cumpliera 50 años.
Desde entonces él se convirtió en un ser solitario. Lo único que disfrutaba era leer y escuchar algo de música. Nunca más habló del lugar que la música ocupaba antes en su vida. Se pasaba las horas en casa, leyendo, a veces sin quitarse siquiera la piyama. De vez en cuando solfeaba una que otra nota de boleros caribeños y cumbias, pero sobre todo pequeños trozos de algunas óperas y zarzuelas. Recuerdo en especial “Aída”, de Verdi, “Una furtiva lágrima”, de Donizetti, y los coros de algunas zarzuelas españolas como “La Leyenda del beso” y “La del Soto del Parral”.
Cuando ya estaba viejo y enfermo, pudimos volver a conversar como viejos amigos, y me contó algunas historias de su juventud y del papel que la música jugó en su vida.
La que más me divirtió fue la que le ocurrió en La Argelia, Valle, con un cura que se volvió alcohólico, tomando vino y celebrando misas cantadas con mi padre, a quien contrató de corista porque era el único que sabía leer nota.
También me contó cómo logró enamorar a mamá a punta de boleros y serenatas.
Hay días en que no me perdono haberme dedicado con más empeño a buscar las partituras de las piezas musicales que él compuso para las bandas de San Luis, Buenos Aires de Andes, y Puerto Berrío... Solo traté de hacerlo cuando él ya había muerto...
La única que pude recuperar fue un solo de trompeta que él compuso para la muerte de su madre. La partitura me la regaló un hijo de Perucho Alzate, uno de los músicos de la vieja banda que mi padre fundó en San Luis, allá por los años treinta.
Poderes extraños de la música: a veces, cuando estoy solo, todavía oigo sus canciones como si él las estuviera cantando con su propia voz de bajo. A veces, también oigo el solo de trompeta que compuso para la muerte de su madre. “Yo lo llamo La canción de la noche”. No importa que él haya muerto hace tiempos. Para mí, cuando suenan esas canciones, mi padre está vivo.