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Por Juan José Jiménez Lema
El sábado 2 de julio, en el Teatro Metropolitano, se celebraron los ochenta años del maestro Alberto Correa con la novena sinfonía de Beethoven, dirigida por él mismo. El lleno absoluto representó la muy debida gratitud que Medellín y Antioquia le tienen al maestro, a Filarmed y al Estudio Polifónico de Medellín.
Nuestra Medellín de hoy persigue la novedad y la fugacidad, y al buscarlas, acaba siempre vacía. Fueron, pues, necesarios un hombre de ochenta años y una sinfonía de 198 para recordarnos que la verdadera belleza, siempre nueva y siempre antigua, permanece. Fue necesaria esa “Oda a la alegría” para entender lo que el maestro nos ha repetido tantas veces: lo realmente bueno, verdadero y bello trasciende. Se queda. No pasa. Y ahí intuimos al Creador.
Cómo no compartir, al menos en parte, la pasión y amor con las que el maestro Correa ha seguido su vocación, si comprendemos, entonces, que su trabajo ha sido mucho más que promover la cultura o la música clásica. Alberto Correa ha dedicado su vida a transmitirnos la sensibilidad y nobleza de una civilización —nuestra civilización—: El legado de una tradición de la que somos herederos y que nos convoca, en tiempos en los que todo es desechable, a construir no para una generación, sino para cientos.
Y con su música, lecciones mucho más profundas que la mera armonía de las notas: la dicha de contar con amigos de verdad, la perspectiva de pararnos sobre hombros de gigantes, la misión de vivir con alegría sincera y la certeza de que nuestras vidas están llamadas, como la novena de Beethoven, a permanecer, a dejar poso, a ser recordadas