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A veces parece que el futuro nos devora. Que el presente se funde y aquello que la ciencia ficción nos ha contado de mil maneras en libros y películas ya está aquí y pertenece al hoy. Parece también que somos criaturas totalmente desprotegidas frente a la velocidad en la que la ciencia avanza. Y ya estamos viviendo la siguiente revolución.
Los científicos han llegado a un punto en el que no sólo ya pueden leer la mente de cualquier persona, sino que están en capacidad de registrar cualquier actividad cerebral, influir en ella y cambiarla. Lo que tiene su aspecto positivo y su aspecto negativo.
El lado bueno: se pueden sanar las enfermedades neurocognitivas. Por ejemplo, con la inserción de un chip, ya se puede descifrar lo que dice el cerebro de una persona que ha perdido el habla y transcribirlo con un 95 por ciento de precisión a un ritmo de 100 palabras por minuto.
El lado malo: se pueden dar toda clase de abusos y amenazas con respecto a la privacidad mental y a la identidad personal. A medida que salen al mercado toda clase de dispositivos cerebrales, como gafas, diademas, cascos y pulseras, será más fácil, por ejemplo, escribir con el pensamiento o conectarse directamente a internet con solo mirar una pantalla. Pero también leer lo que pase por la cabeza de otra persona mediante scanners portátiles que cualquiera puede conseguir. ¿Se imaginan el grado de exposición?
Otra situación a la que nos enfrentamos es la de la brecha digital. Si creemos que ahora lo tienen dificil quienes no son capaces de hacer sus gestiones bancarias en linea o manejar las citas con médicos e instituciones por internet, dentro de diez años lo que habrá será un inmenso vacío entre quienes usen las neurotecnologías de aumentación que buscan ampliar cognitivamente al ser humano y quienes no lo hagan. La división que se puede generar separaría aún más a las distintas sociedades.
Rafael Yuste es director del proyecto Brain, un programa a quince años, de los cuales ya han transcurrido ocho, que busca hacer un mapa del cerebro con la colaboración de quinientos laboratorios y miles de científicos. A medida que avanza su trabajo, Yuste se muestra más preocupado frente a la necesidad de sumar neuroderechos a la Carta de los Derechos Humanos. Porque si no se protege el Yo, ¿para qué sirven los otros derechos?
Somos una sociedad ingenua frente a lo que está ocurriendo. No tenemos leyes ni nada que nos proteja frente a los abusos y explotaciones que pueden traer estos avances. La simple imagen de lo que un régimen autoritario podría hacer con todo esto estremece.
Yuste aporta una pregunta ética esencial: “¿qué clase de ser humano queremos ser?”